lunes, 28 de diciembre de 2009

Despedida

El coche estaba en doble fila. Se miraron fijamente y el tiempo siguió su curso. Las pupilas se dilataron, los pulsos se aceleraron. El chico tuvo que apartar la vista. Dejó escapar un leve suspiro y agarró con fuerza el volante. Tenía miedo y unas ganas locas de besarla. Pero la razón le sugirió que lo más apropiado era contenerse, dejarlo estar, así que no se movió. Estaban muy lejos, pese a estar tan cerca.

Ella dudó. Debía marcharse, la estaban esperando. "Será mejor que me vaya". Abrió la puerta y dejó entrar una ráfaga de aire helado.

El chico la vio cruzar la calle. La miró mientras se alejaba bajo la luz de las farolas. Sintió una punzada en el pecho. Una desagradable opresión que le impedía respirar con facilidad. Metió la primera marcha y condujo calle abajo con los dientes apretados, pero no se le inundaron los ojos. Tal vez se había olvidado de cómo se lloraba. Se limitó a pisar el acelerador a fondo para dejarla atrás cuanto antes.

Era tonto e inocente. Aquel momento, aquella música, aquellas manos tan frías... Deseó fervientemente que alguien le diese un abrazo.

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La vida es injusta.
Imagina que eres músico. Imagina que llevas tiempo suspirando por un Stradivarius. ¿De acuerdo? Pues ahora imagina que finalmente consigues uno de esos exquisitos violines, pero no puedes hacerlo vibrar. El motivo es muy sencillo. Te han cortado las manos.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Corre

Tengo que correr más. Ese hijo de puta es muy rápido. Hace un frío exagerado y está amaneciendo. El suelo patina un poco porque el rocío matinal se ha convertido en una traicionera capa de escarcha. No me gustaría resbalar ahora. Si cayese al suelo el policía se me echaría encima en un abrir y cerrar de ojos. No quiero que me abra la cabeza con su porra reglamentaria.

Doblo la esquina resoplando y miro hacia atrás. El tipo sigue ahí. "¡Quieto maricón!", me increpa. No parece cabreado, más bien expectante. Desde luego, tiene mejor fondo físico que yo. Me temo que podrá mantener ese trotecillo cochinero durante al menos media hora. Seguro que está esperando a que me agote antes de alcanzarme. Así le resultará más fácil darme de hostias. Cabrón retorcido. No me siento con fuerzas suficientes como para aguantar ni cinco minutos. Si pudiese esprintar, tendría una oportunidad, pero me acojona mucho la perspectiva de escurrirme y que el poli me machaque.

Enfilo por la calle de los Destiladores y me dirijo hacia las escalinatas de los yonquis. No creo que haya muchos, hace un frío de la hostia. He oído en el telediario que las temperaturas van a rondar los menos cinco grados. El poli me está poniendo verde. Supongo que está hasta los cojones de perseguir a un puto niñato por unas calles vacías y heladas. Me encantaría mandarlo a tomar por culo. Desgraciadamente soy un cagado, en especial si estoy a punto de ser trincado.

Los escalones tienen pequeños depósitos de nieve pisada, endurecida. Me voy a caer, lo veo venir. Antes de llegar disminuyo un poco la velocidad y salto. Joder, vaya salto que pego. Me veo a mí mismo volando por los aires como un ave. Un ave medio desplumada, hambrienta, cansada y sin brillo, vale, pero eso no le resta magia al momento. Milagrosamente, aterrizo de pie en el primer rellano de la escalinata. ¡Bua, qué subidón! La sangre me martillea los tímpanos, tengo la adrenalina desatada y me la suda el policía. ¡Puedo volar!

El madero ha debido alucinar con mi demostración de vuelo acrobático. Supongo que se creerá que el enlosado está seco. Llega al borde, salta y... ZASCA. Menudo hostión que se mete. No puedo evitar descojonarme en su cara. No eres un pájaro, tío. Bajo los dos tramos de escalera restantes con cuidado y me volteo. El madero se retuerce de dolor y no para de soltar tacos. Creo que se ha roto un brazo, una pierna o algo. ¿Está sangrando? ¿Y a quién le importa?

Silbo y me largo con el ánimo jubiloso. Me encanta esa expresión, es super pedante. La saqué de un viejo libro que estaba tirado en el apartamento del Cabeza. No recuerdo el autor, pero las páginas parecían a punto de desintegrarse. Creo que su única labor por aquella época era la de acumular polvo bajo el sofá del salón. Entre birra y birra lo hojeaba con curiosidad. Hasta que un día, cortaron el suministro de luz y gas del piso (el Cabeza usaba las facturas para limpiarse el culo) y aquel pequeño centro de cultura acabó alimentando una hoguera encendida en la bañera.

Ahora sólo pienso en volver a casa, y meterme en la cama. El sol comienza a asomar por encima de las azoteas. Tal vez no sea dueño de mi vida, pero esta sensación que me invade se parece mucho a la libertad.

Wintery Urban Scene

martes, 8 de diciembre de 2009

La canción de Bianca

Añadir cualquier explicación sería quitarle magia a esta secuencia. Espero que alguien la disfrute.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Dobles vidas

Tenía veintiún años. Llevaba desde los catorce, justo cuando le empezó a salir barba, escuchando la misma cantinela. "Ya estás hecho todo un hombre". Pues no estaba de acuerdo, en absoluto. No había madurado lo suficiente. Por el momento, lo único que le importaba más que su futura licenciatura en filología hispánica era mantener estable su nivel de ingresos. Se sentía un poco inquieto. Hacía días que no le llamaban desde la agencia de citas.

El telefonó interrumpió su duermevela. Miró el reloj. Eran las 02:12 de la madrugada.

-¿Diga?

Cogió una vieja agenda que guardaba en el cajón de la mesilla. Con impaciencia, arrancó una hoja cualquiera (el doce de febrero de algún año ya vivido) y apuntó la dirección.

Cuando se requerían sus servicios amatorios, ponía en práctica su estudiado ritual de preparación. Treinta flexiones. Cincuenta abdominales. Ducha fría. Selección de ropa interior sugerente -a gusto de la demandante-. En efecto, algunas veces le mandaban apuntar alguna fantasía o deseo expreso de la clienta, junto a la dirección de la misma. A continuación, se tomaba un par de tragos de ginebra para darse fuerzas. Terminaba de vestirse, se miraba al espejo y salía de casa con el pie derecho. Luego, bajaba las escaleras de tres en tres y atravesaba el portal con expresión decidida, pero lleno de dudas.

En esta ocasión, la dirección anotada quedaba cerca y no le apetecía coger un taxi, así que comenzó a caminar calle arriba. Aspiró una bocanada de aire húmedo y fresco. Al expirar, su aliento se condensó en una espesa nube de vapor. Entonces, recordó lo mucho que le gustaba deambular en la noche. La acera estaba cubierta de minúsculas gotas de agua...

Iba pensando que las personas que se prostituyen están estigmatizadas socialmente. Ése era el motivo por el cual preservaba al máximo su intimidad. No es que se avergonzara de lo que era, se repetía constantemente: es que no le hubiesen comprendido. Nadie sabía a lo que se dedicaba porque cuidaba mucho los detalles. Sin embargo, llevar una doble vida siempre acarrea consecuencias. Las horas de insomnio acumuladas. La pérdida progresiva de autoestima. Todas las horas lectivas y clases magistrales que se esfumaron. El paulatino distanciamiento de amigos y familiares. Hasta el más insignificante de nuestros actos engendra una consecuencia.

Pese a todo, no se sentía mal. Ni tampoco se había planteado realmente dejar su trabajo. Era dinero fácil. La excusa moral se la proporcionaba el considerarse a sí mismo como un "apoyo emocional", imprescindible para sus clientas. ¿Estaban faltas de cariño, comprensión o caricias? ¿Viudas o divorciadas? ¿Se sentían solas? ¿Eran viejas, mórbidas, desfiguradas o enfermizamente tímidas? Daba igual. Su trabajo era consolarlas, en la medida de lo posible. En cuanto superó las típicas reticencias iniciales, creó en su mente una especie de código de honor ligado a la prostitución. No era la actividad impúdica e innoble que promulgaban los medios de comunicación y todas aquellas asociaciones de mamarrachos. No. La prostitución era un oficio necesario y digno, aunque poca gente lo reconociera abiertamente. Todo por culpa del maldito afán de guardar las apariencias.

Se veía a sí mismo como un mártir. A veces, jugaba a creer que realmente lo era. "La sociedad nos rechaza, pero depende de nosotros. No importa, puedo soportar su hipocresía. A cambio de unos cuantos billetes reparto dosis de amor y comprensión a quien las necesita".

Llegó a su destino en quince minutos. Un gris bloque de 14 pisos. El edificio presentaba un aspecto nostálgico a la luz de las farolas. Los de mantenimiento debían llevar meses sin acercarse al portal. La capa de pintura que cubría la superficie del marco estaba resquebrajada y dejaba entrever profundas señales de óxido aferradas al acero. Llamó al telefonillo. Alguien descolgó y le abrió sin mediar palabra. Antes de internarse en las entrañas de aquel gigante de hormigón armado respiró hondo, nuevamente, y se dio ánimos. Vamos, tú puedes.

No tuvo tiempo de tocar el timbre. La puerta del 7º C estaba abierta. En el umbral se adivinaba una silueta ligeramente encorvada. Cuando se acercó, y vio de cerca a la mujer que había solicitado su presencia, casi se le para el corazón. En serio. La reconoció pese al exagerado maquillaje que le cubría el rostro. Pese al rímel corrido sobre las mejillas. Pese al carmín que no se detenía en los labios, sino que le bordeaba la boca, convirténdola en una mueca de payaso. Tenía el cabello fino y quebradizo. El tinte caoba se había diluído con el paso de las semanas. Las profundas arrugas se le asemejaron a las grietas de un terremoto. La bata raída, que en su día fue escarlata y presuntuosa, ahora era un trapo descolorido. Ni siquiera el olor penetrante que salía de la casa le nubló el razonamiento. La reconoció al instante. Era "la señorita Dolores", su profesora de la escuela primaria. Se quedó congelado frente a la mujer y escrutó aquellos vidriosos ojos, buscando algún signo de reconocimiento por su parte. Sólo vio una inmensa nostalgia. Y una lágrima plateada.
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Bien. En este caso me ahorraré los juicios de valor. Mejor será que cada cual saque la conclusión que crea oportuna. Para aquellas personas a las que no hayan empatizado con el personaje de la vieja maestra, abandonada y enloquecida, dejo un par de sugerencias. Pueden pensar que el chico se encuentra con algún familiar, con una amiga de sus padres o con cualquier otra conocida que se sienta sola, sin nadie que la haga sentir que vale la pena. Mi único propósito con esta pequeña historia es que el lector reflexione un segundo. Principalmente, sobre las apariencias y la fugacidad del tiempo. Por último, no he querido precisar si la señora Dolores reconoce o no a su ex-alumno. Esta historia no tiene final. Que cada uno le ponga el que desee. Y que la imaginación os haga evocar.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Estrellas

Es de noche y estoy a punto de llegar a casa. Mi vecino, un hombre de gesto severo, pelo canoso, aplastado, con raya a un lado y gruesas gafas, sale del portal. Es un tipo huraño que en vez de decir "Buenas noches", gruñe y mueve la cabeza a modo de saludo. Junto a él, su pequeño hijo. No podría deciros la edad del pequeñín: se me da fatal aventurar la edad de los niños de entre 0 y 5 años. Lo fundamental es que tiene la cara regordeta y un brillo especial en los ojos.

En cuanto pisan la calle, el niño levanta la cabeza y se queda boquiabierto.

-Mira, papá. ¡Esas estrellas están muy altas!

-Muy altas, sí. Pero mira al suelo, anda, que te vas a caer - responde el padre con voz cansada.

El niño obedece y se marchan.
Yo, en cambio, me quedo clavado en el sitio. De pie, mirando las estrellas. Efectivamente, están altísimas. De camino a casa venía pensando que el cielo de esta ciudad no tiene estrellas: demasiadas farolas, demasiados neones, demasiada polución... Por lo visto me equivocaba. Desde este lugar puede verse un buen puñado con total claridad.

Pienso en el niño. Él tiene todavía la inocencia de la infancia. Cree que las estrellas son algo mágico. Me sorprendo sonriendo en la oscuridad. Tal vez esa visión de las estrellas representa los sueños que todos tenemos mientras nos dura la niñez. Luego, perdemos los sueños, cuando nos asalta la cruda realidad. Hay que trabajar para ahorrar y llevar a cabo las siguientes empresas (fundamentales si uno quiere convertirse en "ciudadano de provecho"), a saber: emanciparnos, comprar un buen coche, casarnos, tener hijos, enviarlos a la universidad, pagar una hipoteca, pagar la luz, el agua y el gas, comprar muebles en IKEA, divorciarnos, etcétera.

Vuelvo a pensar en el niño. Espero que, pese a tener un padre amargado y realista, este pequeñajo (cuando crezca) no mire nunca al suelo sin haber mirado antes a las estrellas.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El otro día soñé que mataba a un hombre

Aparece de improviso en mi habitación. Sin mediar palabra, me apunta al pecho con una carabina de aire comprimido, calibre 22. Una parte de mí siente deseos de reírse en la cara de este desconocido. La otra parte desearía patearle el culo. Nadie disfruta siendo amenazado: aunque el arma con el que pretendan intimidarte sea un instrumento para asustar pájaros.

Las emociones enfrentadas colapsan mi mente durante un segundo. Me invade un atroz acceso de ira. Embisto contra el fulano, sin pensar, y escucho una detonación. Por suerte, la munición no logra hacer diana. Supongo que se debe al hecho de que dicho proyectil es un objeto creado por mi mente. Pero, eh, la verdad es que me acojono un poco cuando pasa zumbando junto a mi oreja derecha.

PUM. Chocamos con violencia. El tipo se ve forzado a retroceder. De hecho, recula tanto que se mete en el baño, tropieza y cae de espaldas dentro de la bañera. La carabina se escurre de entre sus sudorosas manos y queda abandonada a mis pies. La situación es casi cómica. Mierda, las malas vibraciones otra vez. La rabia de nuevo. Recojo el arma, con lentitud, y la hago oscilar sobre mi cabeza, como si fuese un martillo de herrero. Compruebo que está cagado de miedo. No quiero hacerlo. No puedo hacerlo. No pienso hacerlo. No, desde luego que no voy a hacerlo. ¡Odio! El odio nos convierte en criaturas salvajes y sádicas.

[...]

Recuerdo el crujido de su cráneo bajo aquel fino y grotesco casco de chapa que llevaba. ¿Por qué se pondría aquel bacinete? Le sobresalían las orejas. Vaya un tío ridículo. El clonc-clonc del cañón de acero sobre la hojalata. Parecía haberse desmayado, pero no me detuve. Seguí golpeando su cabeza. La ira fluía desde mi interior hacia mis extremidades y no podía (ni quería) hacer nada por evitar el rabioso derrame. Era el momento para desahogarse. Lo necesitaba. "Quería destruir algo hermoso".

La sangre brotaba de su cráneo, rodeaba sus cejas y se deslizaba suavemente por su rostro demacrado. Intenté hacer memoria, pero fue en vano. No lo conocía de nada, no me sonaba de nada. En cambio, lo que no podré olvidar en mucho tiempo será aquel repetitivo chasquido. La cabeza machacada. Y el hecho de que, cuando me detuve a coger aire, no sentía remordimiento alguno. Sólo paz. El odio se había esfumado.

[...]

Mi padre me despierta. "¡Samuel, el desayuno!"
Mientras mastico de forma distraída los cereales reblandecidos por la leche, me dedico a revisar minuciosamente mis manos. Por si acaso me queda algún resto de sangre entre las uñas.

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Explicación

A veces llega un momento en el cual nos sentimos incapaces de almacenar tanto odio, tantas desilusiones, tantas frustraciones, tantas injusticias, tanta ira, tantos desplantes, tanto estrés, tanta telebasura, tanta manipulación, tanta mierda... y, llegados a ese punto, estallamos rabiosamente. Sentimos impulsos destructores contra todas aquellas cosas que nos recuerdan que no somos felices. Y que probablemente nunca lo lleguemos a ser. Toda la gente necesita desahogarse de vez en cuando. Si soñásemos más y matásemos menos, el mundo sería un poquitín mejor.

Confío en que ninguna persona se habrá asustado con esta primera entrada. Tal vez debería haber empezado presentándome. O quizás exponiendo los motivos que me empujan a escribir. Supongo que apoyo la teoría de que las cosas se comprenden mejor por medio de ejemplos ilustrativos. Prometo que, en adelante, los microrrelatos, sueños o paranoias que vaya redactando no serán tan radicales. No quisiera ofender a nadie.

Muchas gracias por aguantar mi infame jerga hasta el final.