lunes, 23 de noviembre de 2009

Estrellas

Es de noche y estoy a punto de llegar a casa. Mi vecino, un hombre de gesto severo, pelo canoso, aplastado, con raya a un lado y gruesas gafas, sale del portal. Es un tipo huraño que en vez de decir "Buenas noches", gruñe y mueve la cabeza a modo de saludo. Junto a él, su pequeño hijo. No podría deciros la edad del pequeñín: se me da fatal aventurar la edad de los niños de entre 0 y 5 años. Lo fundamental es que tiene la cara regordeta y un brillo especial en los ojos.

En cuanto pisan la calle, el niño levanta la cabeza y se queda boquiabierto.

-Mira, papá. ¡Esas estrellas están muy altas!

-Muy altas, sí. Pero mira al suelo, anda, que te vas a caer - responde el padre con voz cansada.

El niño obedece y se marchan.
Yo, en cambio, me quedo clavado en el sitio. De pie, mirando las estrellas. Efectivamente, están altísimas. De camino a casa venía pensando que el cielo de esta ciudad no tiene estrellas: demasiadas farolas, demasiados neones, demasiada polución... Por lo visto me equivocaba. Desde este lugar puede verse un buen puñado con total claridad.

Pienso en el niño. Él tiene todavía la inocencia de la infancia. Cree que las estrellas son algo mágico. Me sorprendo sonriendo en la oscuridad. Tal vez esa visión de las estrellas representa los sueños que todos tenemos mientras nos dura la niñez. Luego, perdemos los sueños, cuando nos asalta la cruda realidad. Hay que trabajar para ahorrar y llevar a cabo las siguientes empresas (fundamentales si uno quiere convertirse en "ciudadano de provecho"), a saber: emanciparnos, comprar un buen coche, casarnos, tener hijos, enviarlos a la universidad, pagar una hipoteca, pagar la luz, el agua y el gas, comprar muebles en IKEA, divorciarnos, etcétera.

Vuelvo a pensar en el niño. Espero que, pese a tener un padre amargado y realista, este pequeñajo (cuando crezca) no mire nunca al suelo sin haber mirado antes a las estrellas.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El otro día soñé que mataba a un hombre

Aparece de improviso en mi habitación. Sin mediar palabra, me apunta al pecho con una carabina de aire comprimido, calibre 22. Una parte de mí siente deseos de reírse en la cara de este desconocido. La otra parte desearía patearle el culo. Nadie disfruta siendo amenazado: aunque el arma con el que pretendan intimidarte sea un instrumento para asustar pájaros.

Las emociones enfrentadas colapsan mi mente durante un segundo. Me invade un atroz acceso de ira. Embisto contra el fulano, sin pensar, y escucho una detonación. Por suerte, la munición no logra hacer diana. Supongo que se debe al hecho de que dicho proyectil es un objeto creado por mi mente. Pero, eh, la verdad es que me acojono un poco cuando pasa zumbando junto a mi oreja derecha.

PUM. Chocamos con violencia. El tipo se ve forzado a retroceder. De hecho, recula tanto que se mete en el baño, tropieza y cae de espaldas dentro de la bañera. La carabina se escurre de entre sus sudorosas manos y queda abandonada a mis pies. La situación es casi cómica. Mierda, las malas vibraciones otra vez. La rabia de nuevo. Recojo el arma, con lentitud, y la hago oscilar sobre mi cabeza, como si fuese un martillo de herrero. Compruebo que está cagado de miedo. No quiero hacerlo. No puedo hacerlo. No pienso hacerlo. No, desde luego que no voy a hacerlo. ¡Odio! El odio nos convierte en criaturas salvajes y sádicas.

[...]

Recuerdo el crujido de su cráneo bajo aquel fino y grotesco casco de chapa que llevaba. ¿Por qué se pondría aquel bacinete? Le sobresalían las orejas. Vaya un tío ridículo. El clonc-clonc del cañón de acero sobre la hojalata. Parecía haberse desmayado, pero no me detuve. Seguí golpeando su cabeza. La ira fluía desde mi interior hacia mis extremidades y no podía (ni quería) hacer nada por evitar el rabioso derrame. Era el momento para desahogarse. Lo necesitaba. "Quería destruir algo hermoso".

La sangre brotaba de su cráneo, rodeaba sus cejas y se deslizaba suavemente por su rostro demacrado. Intenté hacer memoria, pero fue en vano. No lo conocía de nada, no me sonaba de nada. En cambio, lo que no podré olvidar en mucho tiempo será aquel repetitivo chasquido. La cabeza machacada. Y el hecho de que, cuando me detuve a coger aire, no sentía remordimiento alguno. Sólo paz. El odio se había esfumado.

[...]

Mi padre me despierta. "¡Samuel, el desayuno!"
Mientras mastico de forma distraída los cereales reblandecidos por la leche, me dedico a revisar minuciosamente mis manos. Por si acaso me queda algún resto de sangre entre las uñas.

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Explicación

A veces llega un momento en el cual nos sentimos incapaces de almacenar tanto odio, tantas desilusiones, tantas frustraciones, tantas injusticias, tanta ira, tantos desplantes, tanto estrés, tanta telebasura, tanta manipulación, tanta mierda... y, llegados a ese punto, estallamos rabiosamente. Sentimos impulsos destructores contra todas aquellas cosas que nos recuerdan que no somos felices. Y que probablemente nunca lo lleguemos a ser. Toda la gente necesita desahogarse de vez en cuando. Si soñásemos más y matásemos menos, el mundo sería un poquitín mejor.

Confío en que ninguna persona se habrá asustado con esta primera entrada. Tal vez debería haber empezado presentándome. O quizás exponiendo los motivos que me empujan a escribir. Supongo que apoyo la teoría de que las cosas se comprenden mejor por medio de ejemplos ilustrativos. Prometo que, en adelante, los microrrelatos, sueños o paranoias que vaya redactando no serán tan radicales. No quisiera ofender a nadie.

Muchas gracias por aguantar mi infame jerga hasta el final.