domingo, 28 de febrero de 2010

(Clima) Viaje de vuelta e ida

En el semáforo, la estoica silueta de un hombrecillo color rojo brillante. Las calles estaban prácticamente desiertas. Por la noche, el clima en la ciudad era hostil. Un vejete decrépito se apoyaba a duras penas en su bastón. Miró a izquierda y a derecha, pero ningún vehículo iba a aparecer en los próximos minutos. (La utilidad de un semáforo, en una calle por la que casi nunca pasan coches, es un misterio). Pese a que podía cruzar sin peligro, el anciano no hizo un solo movimiento. Esperó pacientemente a que el hombrecillo verde relevase al rojo. De todas formas, lo último que quería era volver a casa.

Caminó con dificultad por la acera mojada. La humedad y las ráfagas de viento de la sierra habían acentuado sus dolores reumáticos, en los últimos días. El cielo era una manta arrugada de tinte ámbar, y la lluvia ofrecía una tregua momentánea. El viejo encorvado sufrió un ataque de tos al llegar a su portal. Se apoyó en la pared para recobrar el aliento. Ochenta y seis años, ya. Sesenta y dos de los cuales había compartido con Ágata, su esposa. Su carcelera. Rememoró tiempos mejores mientras su respiración se acompasaba. Añoró la juventud perdida.

La llave le temblaba en la mano. Su pulso ya no resultaba fiable, por así decirlo. Don Gerardo, una eminencia según su esposa, le había diagnosticado Parkinson. Tras mantener una silenciosa pelea contra sus propios temblores, por fin, logró incrustar la llave en la cerradura. Dentro, el ambiente estaba sobrecargado, apenas se podía respirar. Nuestro vetusto amigo pensó con amargura que acababa de introducirse en un microclima, como los que había en el zoológico; concretamente, en la jaula de las hienas.

Su mujer parecía a punto de hundirse en el sillón, pero sus garras, asidas con fuerza a los reposabrazos, la mantenían a flote. Era prisionero de una dictadora con gafas de pasta, pelusa grisácea sobre el labio superior y un rostro con la textura de una remolacha.

-¿Se puede saber de dónde vienes, calzonazos?

El anciano cerró la puerta con delicadeza, y aguantó el chaparrón. En aquella penumbra, sus ojos se mantenían fijos en las puntas de sus zapatos. Fijos y cada vez más húmedos.

-Manda narices la cosa. Todos los días me haces lo mismo. Te largas por ahí después de cenar y no se sabe nada más de ti hasta las tantas. ¿No te da vergüenza dejar a tu pobre esposa aquí sola, con la cantidad de gentuza que hay suelta? Pues nada. Está claro que al señor le sudan los cojones. Seguro que te vas de putas, o algo así, porque si no, no me lo explico. ¿A qué viene esa manía de pulular a estas horas? Que estás hecho una pena, Ramiro, que lo sabes muy bien. Que cualquier día te escoñas y "amén, Jesús". Lo que tienes que hacer es quedarte quietecito en casa y no moverte, pero tú erre que erre. Ni caso, como siempre.

Etcétera, etcétera, etcétera. El viejo dejó de escuchar. Esa vieja arpía quería enterrarlo en vida. Pues ni hablar. No iba a consentirlo, seguiría tomando diariamente sus dosis de libertad mientras tuviese fuerzas para caminar.

-Me voy a la cama -informó Ramiro-. Que descanses.

-Eres un desgraciao.

Una vez arrebujado entre las sábanas, Ramiro dejó a su mente volar hacia cada instante feliz de su vida. Cada momento que había merecido la pena de aquellos ochenta y seis años. Se vio montando en bicicleta con Joaquín y otros chavales del pueblo, cazando ranas en la poza, jugando con la escopeta de corcho, y luego haciendo la instrucción en Aranjuez, escribiendo cartas de amor a una joven Ágata, amándola apasionadamente en el pajar, bebiendo orujo de hierbas hasta caer doblado sobre la mesa (porque una apuesta es una apuesta), viajando a Roma, a Bruselas, a Berlín, a Nápoles, viendo crecer a sus dos mocosos, Leandro y José Luis, cómo los quería... Así permaneció durante un par de horas. De fondo, se escuchaban los ronquidos de Ágata y al vendedor de la teletienda anunciando una máquina para trocear hortalizas, pero Ramiro sólo atendía a las voces de su pasado.

Poco a poco, se fue quedando dormido. Tenía una sonrisa en los labios cuando su corazón se detuvo. "Su mirada, dulce y gris, voló".

lunes, 15 de febrero de 2010

Nieve: Zarzalejo me cambió la vida

Lo reconozco, estoy muy gordo. El médico me advirtió hace un par de meses de que mis 147 kilos acortarían considerablemente mi esperanza de vida. El riesgo de infarto se multiplica si tienes las venas colapsadas por colesterol de la peor clase. Pero seré franco, me sentía en plena forma. Para mí la apariencia física no es más que una gilipollez, un resultado más del consumismo y del culto al cuerpo. Y por la que no pensaba renunciar a esas apetitosas bambas de nata; ni a untar el aceitillo sobrante de las frituras; ni a la mayonesa, salsa barbacoa o roquefort; ni a ninguno de mis otros grasientos (y suculentos) vicios culinarios. Además, los problemas de salud son para los viejos, y yo aún tengo 35 años. El problema es que, en este preciso instante, creo que estoy al borde del infarto. Siento como si tuviese un yunque sobre mi esternón. Ahora sí que estoy asustado.

Los sanitarios del UNO UNO DOS me hacen sentarme el la parte trasera de la ambulancia: la puerta está abierta. Mientras me examinan, dejo que mis ojos deambulen por la calzada. Los copos caen oscilantes sobre la carrocería de los vehículos empotrados que bloquean ambos carriles y humean en silencio. La colisión se produjo a eso de las 11:07. Un Audi A4 blanco patinó sobre las placas de hielo y se fue directo al arcén; el coche que le seguía, un Fiat Punto rojo no pudo esquivarlo y se lo comió. Fue un choque en cadena. Me empotré contra ellos, y pensé que se me había partido el cuello cuando otro vehículo descontrolado chocó con el culo de mi pobre Seat. Alguien me ayudó a salir del coche. La puerta del conductor estaba encajada, así pues tuvieron que sacarme por la del copiloto. Qué vergüenza.

El sanitario me dice que no sufro ninguna herida de consideración, así que le doy las gracias y me acerco a mi automóvil. Siniestro total; justo dos semanas después de que le cambiase el seguro, de todo riesgo a terceros. Maldigo mi estampa. A mi alrededor, no parece que haya ningún herido grave; la gente forma corrillos y habla agitadamente. Algunos llaman a sus familiares para darles la noticia. También hay quien se recuesta en un capó abollado y se fuma un pitillo con los ojos cerrados.

high angle view of cars on a freeway driving in fog


La nieve sigue cayendo lenta, inexorable. Tengo los dedos agarrotados y me cuesta muchísimo subir la cremallera del abrigo. La nariz me gotea. La nieve empieza a cuajar sobre mi barba, mientras me acerco al arcén. Reparo en una placa de hierro retorcida. La recojo del suelo. Joder, sólo me he agachado y ya tengo el corazón a mil por hora... A la mierda, en cuanto llegue a casa me desharé de toda la comida basura que tengo almacenada. Voy a empezar a cuidarme; en serio, una experiencia tan radical -en un paisaje tan bucólico- me ha hecho replantearme el valor de mi existencia. Jadeando con levedad examino el cartel arrancado: M-533, km 7.

martes, 9 de febrero de 2010

El proceso creativo

Jimmy tenía la historia en su interior. Tras anotar "Hastío" en la parte superior del folio, comenzó a escribir sin saber bien cuál iba a ser la próxima palabra. Todas las emociones, sensaciones y protestas reprimidas durante años hervían por salir de su interior.

Cuando se levantó de la silla, ya tenía una historia. Sabía que era literatura estrafalaria. Sabía que era imposible. Pero lo había conseguido. Y sabía que tenía un millón de narraciones más en su interior, historias que sólo precisaban de una chispa para salir a la luz. Pero, ¿sería capaz de escribirlas?


Extraído del libro "Por el pasado llorarás", de Chester Himes.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Nada que demostrar

Tengo una Glock 19 en mi mano derecha. Percibo el frío de su empuñadura. La aprieto con todas mis fuerzas para infundirme valor. A mi alrededor la gente va y viene, se arremolina dejando tras de sí diferentes hedores y permufes caros. Tengo una pistola del calibre 9 milímetros Parabellum en mi mano derecha y nadie parece darse cuenta.

No sé exactamente dónde estoy metido. La primera imagen que se me viene a la cabeza es la estación de metro abandonada en la que se enfrentan Neo y el agente Smith, en Matrix. Pese a mis dudas, me introduzco en el vagón de metro y apunto aleatoriamente a las cabezas de sus ocupantes.

-Todo el mundo al suelo, joder.

Así es como se hace en las películas. El atracador entra en escena esgrimiendo un arma y pronuncia las palabras mágicas. Ahora puedo ver una miríada de rostros desencajados. Ese viejo de allí tiembla sin remedio. Aquel ejecutivo de allá abraza su maletín con fervor casi religioso. Una embarazada acaricia su vientre hinchado mientras me mira sin pestañear.

Es entonces cuando los de seguridad espabilan, claro. Ahora vendrán haciéndose los héroes y me obligarán a disparar. Me forzarán a hacer algo que no quiero hacer. Para escapar tendré que vaciar un par de cargadores. Cristales rotos por todas partes.

[...]

En el piso de arriba hay un montón de autocares aparcados. Subo corriendo a uno que parte hacia Valladolid. Le digo al conductor que vaya tranquilo, que si se porta bien nadie saldrá herido; así evitaremos disgustos. El tipo asiente con la frente empapada. El sudor le resbala por la cara a chorros. El cuello de su camisa absorbe el goteo incesante de agua y sales canalizado por las orejas. Siento náuseas. Observo a los ocupantes del autocar. Hay toda clase de pasajeros: chicas jóvenes, ancianas histéricas, madres, hijos e, incluso, un señor con bigote.

Me siento junto a la ventana, en la tercera fila de asientos que hay a la espalda del conductor. El viaje se me hace eterno. En la autopista, se suceden los accidentes, aunque no nos vemos implicados en ninguno. Nunca he visto nada parecido: los coches arden en el arcén o salen despedidos por encima de los quitamiedos, pero a nosotros ni nos rozan.

Oigo gimotear a una señora, al final del pasillo.

-No quiero morir -balbucea con voz de pito, mientras yo pienso que todos moriremos, tarde o temprano.

Viajo mirando alternativamente a la carretera y al resto del pasaje. Creo que el hombre del bigote está tramando algo. No es normal que tenga el ceño tan fruncido. Fijo mi vista en él y levanto la pistola, como recordatorio. El tipo saca de su mochila unas gafas de sol negras y se las coloca. Su morro torcido me pone de los nervios.

De pronto, la furgoneta blanca que nos precede (¿o es beis?) hace un trompo y queda atravesada en mitad de la carretera, obstaculizando dos carriles. Un coche intenta una maniobra evasiva y nos impacta lateralmente. El autocar se bambolea y yo me doy un hostión en la cabeza, pero nuestro conductor consigue mantener el vehículo en la calzada. Reparo en el dolor. Me llevo la mano a la parte superior izquierda de la cabeza y la tanteo. Luego, me miro los dedos y los encuentro manchados de sangre. Una sangre muy diluida, por cierto.

Maldigo en voz baja mientras me volteo para comprobar los efectos del choque entre los viajeros. Entonces me fijo en un yonqui que está sentado al otro lado del pasillo, una fila por detrás de mí. Tiembla violentamente, lo que me hace pensar automáticamente en mi cepillo de dientes eléctrico. Cuando vuelvo a mirarlo, poco después, la barba le ha crecido, como si hubieran pasado un par de días. De hecho, ni siquiera puedo asegurar que se trate del mismo hombre.

El vehículo avanza esquivando coches en llamas; yo me voy comiendo la cabeza. Tal vez lo de secuestrar el autocar no haya sido una buena idea. La chica que ocupa el asiento de al otro lado del pasillo lloriquea un poco. Es bastante mona. Un mechón de pelo oscuro y unas gafas cuadradas enmarcan dos enormes ojos verdes. Me inspira una profunda pena, así que trato de consolarla. Me muevo al asiento de al lado y susurro.


-Eh, puedes estar tranquila. No voy a haceros daño a ninguno.

Me obligo a sonreir, quiero animarla. No es justo que haya personas pasándolo mal por mi culpa, pero tengo que mantener el control de la situación. Todo se reduce a eso. Ella me mira, seria de repente.

-Ya, si lo sé. El problema es el tiempo. Estos individuos no se callan, no paran de quejarse. Y lo que van a hacer, en cuanto todo esto termine, es irse por ahí a comprar, a gastar su tiempo en chorradas. No han aprendido nada con todo este follón.

-Realmente, sólo lo hago para probarme -explico, como si hubiese escuchado otra cosa-. Es decir, ¿soy capaz? Estaba un poco harto de siempre la misma rutina.

Ella me sonríe, asintiendo.

-Es emocionante. ¿Estabas en una situación límite?

Y, de pronto, pienso en qué coño estoy haciendo. ¿Qué pasará cuando me cojan? Intento imaginarme la situación. Quizá me golpeen el cráneo con saña, me esposen y me arrojen a un calabozo a la espera del juicio. No quiero ir a la cárcel, vete a saber qué clase de barbaridades ocurren allí. O tal vez los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado me cosan a balazos a la mínima oportunidad. La angustia me antenaza la garganta. Siento como si mi estómago se hubiese comprimido sobre sí mismo hasta reducirse al tamaño y textura de una uva pasa.

Un buen amigo, compañero de clase además, ocupa el asiento que tengo delante. No lo había visto hasta ahora. Se encarama al respaldo e intenta darme ánimos. Me dice que tampoco conlleva una pena judicial tan alta el hecho de secuestrar un autocar. Pero no sólo es el secuestro lo que me preocupa... En la huída que emprendí para llegar al autocar he disparado contra varios policías y civiles. Cristales rotos, ¿recuerdas? Joder, ahora me acuerdo perfectamente. Es probable, bueno, en realidad es casi seguro que alguno haya muerto.
Me siento enfermo. ¿Soy un puto asesino? ¿Por qué disparé tan alegremente antes? ¿Era yo quien disparaba? "La cabeza no deja de girar". No pasa nada, debo de estar soñando y, en los sueños, todos los errores que se cometen se enmiendan al abrir los ojos. Un momento, ¿seguro que esto es un sueño?

Y justo entonces me despierto.