sábado, 27 de marzo de 2010

Parecía una noche como cualquier otra

La arcada sorprendió a Edu justo en la entrada del baño. El vómito ascendió por su garganta. Cayó de rodillas y terminó de potar junto al quicio de la puerta. Había tomado un menú Whopper tres horas y media atrás. En ese preciso instante, varios trozos de tomate verdoso, otros de ternera dura como una suela de zapato y algunas patatas demasiado fritas adornaban la parte delantera de sus pantalones y su camiseta. Edu tosió un poco para sacarse de la garganta otro pedazo de hamburguesa. Lo escupió sobre el charco de vómito.

Se incorporó con dificultad, apoyándose en las paredes del baño. Estaban tan cubiertas de mugre como el resto del guariche. Echó un vistazo rápido a los cagaderos vacíos. Edu pensó que era una putada haber vomitado a la entrada del lavabo, pero no se sentía culpable. Las inmundicias habían escapado de su boca sin avisar. Se miró en uno de los espejos. Su cara parecía esculpida en mármol, con la salvedad de las dos profundas grietas amoratadas que tenía bajo las cuencas oculares. En conjunto, aquellas ojeras y aquellos ojos hundidos le otorgaban un aspecto cadavérico. Su cabeza giraba vertiginosamente.

Tal vez había esnifado demasiado disolvente. Sí, seguro que todo era culpa de inhalar mierdas. La botella de ginebra barata no podía estar implicada. De pronto, se le aflojaron las tripas, así que embistió contra la puerta del último retrete de la fila y se sentó apresuradamente. Lo que vino a continuación es algo desagradable, por lo que el lector sensible puede obviar el resto del párrafo. El culo de Edu estaba bañado en sudor. La puerta del lavabo se abrió de golpe y entraron un par de chavales, pero ni se enteró. Estaba sumido en una auténtica espiral de pedos líquidos y cagarrutas delgadas y oscuras. Vomitó un poco más entre sus piernas.

Al cabo de veinte minutos, Eduardo salió del baño con la cara limpia. El pelo, la camiseta y los vaqueros empapados. Buscó a sus colegas con la mirada. Sólo vio a Carlos apoyado en una columna; tenía los ojos desorbitados y un vaso de tubo en la diestra.

-¿Dónde coño estabas? Pensé que te había dado un chungo.

-Eh, estoy bien.

-¿Hay duchas ahí dentro? -preguntó Carlos observando fijamente el cerco de agua que Edu estaba dejando alrededor de sus zapatillas.

Carlos acababa de tragar dos sellos embadurnados de ácido. Dentro de poco empezaría a vislumbrar colores palpitantes por todos lados. A escuchar rítmicos sonidos provenientes de ninguna parte. Apuró el cubalibre de un trago y lo dejó caer al suelo. No resultaba muy inteligente mezclar alcohol con LSD.

-Voy a follarme a esa.

Y se fue en dirección a una rubia bajita que meneaba las caderas un par de metros más allá. Edu se sorbió los mocos y barajó las opciones que tenía. O se quedaba en el local, a riesgo de amodorrarse, o se piraba. En el primer caso, los alicientes eran ver cómo la rubita mandaba a paseo a su amiguete, sentarse y esperar a que se le asentase el estómago, o comprobar si quedaba alguno más de la panda allí dentro. No era suficiente. Sin despedirse de su colega, subió las escaleras que llevaban al exterior.

Los relojes marcaban algo más de las cinco. El aire era fresco pese a estar a mediados de junio. Edu se frotó los brazos con energía. Caminó distraídamente un poco en línea recta; luego, callejeó con la esperanza de toparse con algún conocido, sobre todo del género femenino. Un repentino soplo de aire le hizo estremecerse en un cruce. Sopesó la opción de tomar un atajo hacia "La gruta", pero un poco más allá vio a un grupo de navajeros. Mala gente. Mejor coger el camino largo y evitar alguna que otra puñalada.

Estaba llegando al bar de su colega cuando reparó en Eva. Justo allí. ¡Vaya suerte, señores! Estaba preciosa (pese al pelo alborotado, el carmín desgastado y el rímel corrido). Edu supuso que la noche de Evita habría sido ajetreada. No la culpaba por ello. Era una chica encantadora; normal que todos los tíos perdiesen el culo por ella. En su caso... bueno, su caso era diferente: él estaba profundamente enamorado. Aunque, claro, esto no quiere decir que no se liase con otras. Edu sabía que su amor rozaba el platonismo, y también que era demasiado joven como para andar puteado por algo así. Se limitaba a enrollarse con ella, de vez en cuando, y cagarse en la puta madre de todos aquellos que se la follaban. Obviamente, él nunca lo había hecho. No por falta de ocasiones, o ganas, sino porque era un romántico empedernido. Creía en el amor verdadero y esas cosas.

Reparó en que le sabía la boca a vómito. Se recorrió los dientes con la lengua y escupió un par de veces sobre la acera. Manoseó torpemente su cabello, esbozando su mejor sonrisa. Un momento, ¿a quién quería engañar? Su aspecto era lamentable. Deseó largarse de allí sin ser visto, pero...

-¡Eduuuu!

Mierda, ella lo había reconocido. No existía ninguna escapatoria. Levantó la cabeza, haciéndose el sorprendido, y saludó con un gesto exento de convicción. Eva corrió hacia él, indómita y salvaje. Increíble.

-No te he visto en toda la noche. ¿Habéis ido al Atomic al final, no? -preguntó Eva, mostrando todos sus dientes al sonreír.

-Sí, uh, llegamos bastante tarde. Tuvimos que recoger a Pedro en la estación, y luego llevar a Toño a por una entrega, ya sabes. Una locura -respondió Eduardo, manteniendo las distancias. Lo último que quería era deleitarla con su penetrante hedor, mezcla de jugos estomacales y sudor.

Eva pareció no advertir el alejamiento intencionado de Edu, porque se acercó aún más. Lo cogió de la mano y lo llevó hasta un portal, con tres escalones a la entrada. Se sentaron en el segundo. Ella empezó a relatar su noche. La habían abordado seis o siete tíos, no recordaba el número exacto. Se había liado con tres, pero iba tan borracha que al poco tiempo de empezar a magrearse con el segundo le había echado la raba encima. Los chupitos gratis de tequila eran los culpables. El tercero no podía considerarse rollo siquiera. Al primer contacto bucal, Eva le transfirió un pedacito de comida a medio digerir y el tío puso pies en polvorosa con cara de asco. Eduardo se reía con ganas, le alegraba mucho esta circunstancia en especial. Eva disfrutaba viendo desternillarse a Edu. Parecía adorable.

Al cabo de media hora ambos tenían el culo frío. Llevaban un rato sin hablar, sólo mirándose. La conversación había surgido en torno a las actividades nocturnas, pero había derivado en una serie de pensamientos etéreos. Hablaron sobre la vida y la muerte, el universo, las drogas, el amor y el sexo. La eternidad. Y la conexión entre ambos se hizo patente. Cuando se conecta con alguien no hace falta decirlo. Las dos personas se dan cuenta en el acto, entre ellas se crea un vínculo muy íntimo.

Eduardo pensó que nunca había sentido nada tan fuerte por Eva como en aquel preciso instante. Eva supo que Edu no era uno más. Decidió que no saldría más por ahí "a lo destroyer" para paliar su arraigado sentimiento de soledad, de desamparo. No volvería a buscar en brazos extraños el cariño que no tenía. Vio en los ojos de aquel chico todo el cariño que podía necesitar. Y, como no podía ser de otra forma, se besaron. Fue un beso con sabor a bilis y a hamburguesa, pero os aseguro que fue el beso más apasionado en el que jamás había participado ninguno de ellos. Un beso de la hostia.

[...]

Más tarde subirían juntos a la casa de Eva. Se desnudarían en silencio, se acariciarían con las manos y con las miradas. Se amarían durante horas. Pero eso ya es otra historia. Además, no quisiera invadir la privacidad de nadie con detalles íntimos. Eso sí, debéis saber que, tras aquella maratoniana sesión de pasión, Eduardo se prometió que nunca más volvería a drogarse. Después de todo, con una adicción es más que suficiente. Y la suya tenía piso propio, ¡y una cama enorme!

lunes, 8 de marzo de 2010

(Terremoto) Introduciendo al desastre

A estas alturas, todo el mundo conoce a la perfección las características de la catástrofe natural que sufrió Chile. Cifra de muertos y desaparecidos, intensidad del seísmo, altura de las olas del tsunami, nombre de la presidenta en funciones, nombre del presidente electo, incluso la situación de Chile en el mapamundi, para los más despistados. Como reincidir sobre estos datos no aportará nada nuevo, habrá que contemplar la tragedia desde otro punto de vista.



En este vídeo de apenas treinta segundos de duración, se aprecian claramente las consecuencias reales del terremoto. No hablo de cifras oficiales, ni de escalas de intensidad, ni de datos numéricos vacíos. Basta con mirar los rostros de los afectados para comprender un poco mejor lo que ha pasado, y lo que esto ha significado y significará para sus vidas.

El enfoque prometido no hace hincapié en los datos, sino en las emociones. Por un lado, tenemos lo irracional, el dolor descarnado, las imágenes de locura. Por el otro lado, una narración realista, cruda, tal vez pesimista. No es más que un retablo de lo que ocurre en Chile. Para que nos entendamos, me da igual que la intensidad del seísmo fuese de ocho coma ocho, o de siete coma cuatro. A mí lo que me preocupa es cómo se estarán sintiendo los miles de afectados, en este preciso instante. Intento imaginármelo, pero me parece que desde la distancia es muy fácil fingir empatía.

sábado, 6 de marzo de 2010

(Terremoto) Sobre el instinto de conservación

El crujido de la placa de yeso al quebrarse anticipó el derrumbe de la sección del techo que aún no se había desprendido. Un hombre menudo, moreno, de rostro vulgar, y cuyo nombre carece de importancia, pegó la espalda contra la pared y contuvo la respiración. Desde allí, contempló cómo los escombros se desparramaban sobre la alfombra. La montaña de cascotes, que ahora presidía el comedor, era de un tamaño considerable.

Inspiró y expiró trabajosamente, se santiguó y reanudó su quehacer. Aquella ruinosa vivienda pedía a gritos que la saqueasen. Colgado al hombro portaba un deteriorado saco de patatas. De la habitación contigua salieron dos compañeros. Cargaban con un viejo televisor Royal en blanco y negro. En aquella barriada, no albergaban esperanzas de encontrar algo más valioso.

Pese al toque de queda (dictado horas atrás por el Gobierno chileno), la población se mostraba inquieta. Corría el rumor de que ya no quedaba agua potable ni gasolina, en Concepción. Muchos se echaron a la calle, invadidos por ese sentimiento de miedo colectivo. Familias al completo colándose en la casa del vecino -derruida o no- para adueñarse de las pertenencias de valor que hubieran sido "abandonadas". La otra cara del doblón reflejaba a quienes protegían sus posesiones armados con palos, cuchillos e, incluso, armas de fuego.

[...]

Nuestro estimado ratero estaba agenciándose una elegante cubertería de boda, cuando escuchó el gemido. Provenía del fondo de una escombrera. Durante un fugaz segundo, los músculos se le agarrotaron y permaneció en el sitio, petrificado. Aguzó el oído: parecía un bebé. Fuera, sus compinches empezaron a silbar. Eso significaba que los soldados ya venían por la calle principal, los tenían casi encima. "Tienen orden de disparar al cuerpo si es necesario", o eso decía la prensa. Enormes rifles de asalto.

El saqueador se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida. El tintineo proveniente del saco ahogó los lamentos de la criatura sepultada.

miércoles, 3 de marzo de 2010

(Terremoto) Hechizos y espejismos baudelairianos

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El muerto gozoso

En una tierra grasa, hastiado ya de besos,
quisiera por mi mano cavar, profunda y sola,
una fosa en que puedan, al fin, mis pobres huesos
dormir en el olvido como el pez en la ola.

Odio los testamentos y los llantos acerbos;
antes que mendigar una lágrima al mundo,
preferiría, vivo, invitar a los cuervos
a ensangrentar su pico sobre mi cuerpo inmundo.

¡Gusanos!, silenciosos y ciegos compañeros,
he aquí un muerto gozoso que hoy ha venido a veros;
hijos de toda podre, filósofos despiertos,

moveos libremente sobre mi sepultura,
decid si reserváis aún alguna tortura,
a este cuerpo sin alma, al muerto
entre los muertos.


El gusto de nada

Triste espíritu mío, otro tiempo esforzado,
la esperanza, que ayer atizaba tu ardor,
¡ya no quiere espolearte! Échate sin pudor
como un caballo viejo que en todo ha tropezado.

Duerme, duerme, alma mía, corazón resignado.

Para ti ya no cuentan, espíritu burlado,
ni el amor, ni la lucha, viejo merodeador.
Placeres, no tentéis la sombra y el dolor.
Adiós, cantos, suspiros... La flauta se ha callado.

¡Primavera adorable, has perdido tu olor!

El tiempo me devora, segundo por segundo,
como la nieve inmensa a un cuerpo ya sin vida;
contemplo desde lo alto la redondez del mundo
y no hallo en todo él para mí una guarida.

Avalancha, ¿quisieras llevarme en tu caída?


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Poemas escogidos de entre los geniales versos que compuso Charles Baudelaire en la creación de su obra maestra: "Las flores del mal". Estas imágenes de locura me vienen a la mente, cada vez que veo escenas de la tragedia por televisión, como un reflejo de "lo irreparable, lo irreversible, lo irremediable" que atormentaba a nuestro autor.

lunes, 1 de marzo de 2010

(Clima) Aquellos días

-¿Qué pasa contigo, tío? -bufó Jandro, al tiempo que tiraba al suelo la colilla consumida que tenía entre los dedos.

-Perdón por el retraso -contestó Samuel, mecánicamente-. Estaba buscando la cartera. No veas, ha aparecido ahí, en lo más profundo del cajón.

-Joder, pues llevo esperando media hora.

-Anda, anda. No flipes que no he tardado ni diez minutos.

Jandró sonrió y, amistosamente, le dio una patada en el trasero a su amigo.

-Dos pitillos han caído -comentó mientras caminaban bajo la luz de la farolas-. Si la palmo de cáncer de pulmón, puedes sentirte culpable.

[...]

Salieron del ultramarinos regentado por Xhu Ling ("el Chulín", para los amigos), con dos latas de cerveza formato yonqui. Es decir, de 500 mililitros cada una.

-¿Dónde vamos?

Decidieron darse una vuelta por el carril-bici, y de paso acercarse a ver las obras de "la ampliación de la red de Metro". De camino, Samuel se fijó en un hombre mayor que esperaba en el semáforo para cruzar la calle. En ese preciso instante, no llovía, pero el viento era intenso y el suelo resbaladizo. Samuel se quedó mirándolo hasta que el semáforo se puso en verde y el anciano, tambaleándose peligrosamente, prosiguió su camino.

Mientras caminaban sobre la roja alfombra de asfalto agrietado que era el carril-bici, Samuel se fijaba en cada tonalidad existente en aquella desapacible noche. Predominaba el gris, de la atmósfera, y el naranja, del cielo y las farolas.

Vieron pasar un autobús azul y bromearon al respecto. Los autobuses eran rojos, de toda la vida. Esa manía que tenía la E EME TE de renovarse cambiando de color no tenía ningún sentido. Un autobús azul era la cosa más fea del mundo. Encima, ahora los fabricaban sin cristalera en la parte posterior; un "atropello a la ciudadanía", según Jandro. Ahí fue cuando Samuel recordó la anécdota que, días atrás, le había referido una compañera de clase, sobre unos tíos que fumaban plata en la parte de atrás de un bule. A su amigo le gustó mucho el chascarrillo.



[...]

-Joder, estos chinos son la hostia -comentó Jandro, irónicamente-. En verano te dan las cervezas que parecen sopicaldo. (Echas unos fideos y te queda una sopa de puta madre). Y en invierno están tan frías que creo que se me han congelado los dedos y no voy a poder despegarlos de la lata.

Samuel se enjuagó la boca con birra y sonrió. Un par de minutos después llegaron su antiguo lugar de encuentro, donde hace años quedaba toda la panda. Un parque enorme que ahora estaba vallado y socavado a causa de las obras del Metro. Como de costumbre, despotricaron contra Esperancita, la bruja mayor del reino, y el pelele de Gallardón. Escupieron por encima la verja. Jandro miró al otro lado de la M-40 y vio esas horribles hormigoneras verticales, mitad rojas y mitad blancas.

-Bua, macho, ¿ves esos tubos de allí? Me recuerdan a esas movidas que se meten por el culo con afanes terapéuticos, ¿cómo se llaman?

-¿Consoladores? -aventuró Samuel.

-No, coño -dijo Jandro muerto de risa-. Que son así, como cápsulas... ¡Ah, supositorios!

Recogieron un par de propagandas del Ahorramás, que había en un buzón cercano. Las emplearon como aislante entre sus culos y la madera húmeda del banco donde se sentaron a terminarse la cerveza. En silencio, por primera vez desde que habían salido de casa, observaron su entorno. La realidad cotidiana de su barrio, todo lo que podía contemplarse desde allí. Farolas fundidas, gapos viscosos, pintadas en los muros, mierdas de perro, bolsas de plástico arrugadas, chicles mascados, el pavimento levantado e inundado por la gravilla, conos naranja-fosforito de las obras... Pese a que no lo comentaron entre sí, ambos estaban pensando en lo mismo: el pasado. En cómo los caminos de cada uno de sus compinches se habían ido separando con el paso de los años. La gente se hacía mayor. Había que madurar, ¿no?

Los asaltó una inmensa nostalgia. Y se puso a llover a lo bestia.

(Clima) Historias de la EMT

Adriana esperaba al autobús desde hacía media hora. El contexto: lluvia torrencial y una ventolera de mil demonios; en definitiva, un ambiente de lo más desagradable. Bajo la marquesina cada vez había más y más gente. Las ancianas que venían de la frutería maldecían a gritos. Adri cogió el mp3 y buscó Extremoduro, quería evadirse. No obstante, al poco rato, y ante la insistencia chillona de la mujer del carrito de la compra con estampado rústico (¡toma ya!), Adriana comprobó (por cuarta vez en tres minutos) la tabla donde venía apuntada la frecuencia de paso de los autobuses. Entre cinco y ocho minutos. Madre del amor hermoso, qué estafa. Por fin, doblando la calle apareció el autobús y la gente suspiró aliviada.

-Ahora me va a oír ese sinvergüenza -dijo alguien con una voz muy antipática-. Ja, pues menuda soy yo.

Mientras las viejas despotricaban con saña contra el indefenso conductor, Adriana aprovechó la ocasión para hacer uso del abono mensual y escabullirse hacia la parte trasera del vehículo. Se sentó en la penúltima fila y apoyó su cabeza contra el cristal empañado. La gente podía llegar a ser de lo más agria. Es decir, claro que a ella también le jodía esperar treinta y tantos minutos bajo la lluvia para coger un puñetero autobús. Pero no por ello iba a pagar sus frustraciones con un pobre chaval que no tenía culpa de nada. La cadencia de salida de los buses era preestablecida por radio, vamos, eso pensaba ella. Clavó la mirada en la chepa de un par de viejas brujas que aún refuñaban más allá. Luego, cerró los ojos y suspiró.


En la última fila de ese mismo autobús, dos hombres cuchicheaban con la cabeza gacha. Uno de ellos calentaba un papel de plata con el mechero; el otro sostenía un tubito de metal entre los dedos. Tenían las manos roñosas. La mezcla que estaban preparando es conocida comúnmente como un arrebujao; o lo que es lo mismo, una mezcla de cocaína en base y heroína, un par de micras de cada. Estos dos tíos aparentaban los cincuenta años, pero ninguno llegaba a los treinta y cinco. No pretendían molestar a nadie, simplemente necesitaban un lugar cubierto donde pillarse el colocón.

Ese olorcillo característico que desprende la gota al "cocinarse" se desplazó hacia la fila delantera. Adriana abrió los ojos, se giró discretamente y volvió a cerrarlos en el acto. De no ser porque se moría de vergüenza, se hubiese cambiado de asiento. No obstante, aguantó el tipo, limpió con el dorso de la mano el vaho del cristal y se concentró en las farolas de ahí fuera. Mentalmente, contó las paradas que faltaban hasta la suya.

Una vez en casa, buscó a su padre y le contó lo sucedido. Estaba preocupada, siempre había sido un poco hipocondríaca. Tal vez, al inhalar el humillo resultante de la cocción, parte de la droga se había adosado a su organismo. Uf, seguro que ocurría algo así. Las cosas empezaban a darle vueltas, y más vueltas. De repente, se encontraba muy mal.

-No, hija mía, no -respondió el padre riendo-. Lo que coloca es el vapor que inhalan mediante el tubo. Si fuese como tú dices, la parte de atrás del bus estaría siempre llena de gente.