lunes, 27 de diciembre de 2010

Fauna nocturna madrileña I

Hombres. Casados o pajilleros, o ambas cosas. De entre treinta y muchos y cincuenta y pocos. Calvos, gordos, con perilla y mirada lasciva. Labios encarnados, húmedos porque una viscosa lengua los recorre asiduamente. Una mano sostiene el cubata, la otra no sale del bolsillo. (Quizá alguno se esté acariciando la entrepierna a través del pantalón).

Están ahí, como pasmarotes, en mitad de la pista de baile. No quitan el ojo a las piernas de mis compañeras de clase. Sonrisa sesgada. Tuercen el cuello, comentan algo entre ellos y se carcajean. Me dan asco.

-Están de convención en Madrid, seguro -me susurra Luis al oído (un gran compañero de clase, con 41 tacos y trabajo estable)-. ¿Tú crees que un padre de familia que viva aquí dejaría en casa a sus mujer e hijos para venir a zorrear a este antro?

Ni idea. ¿Cómo se supone que voy a saberlo? Analizando su chocante aspecto, me extraña cada vez más que alguien los esté esperando en casa.

-Solterones salidos. ¿Quién iba a querer emparejarse con estos tiparracos? -sentencio.

Luis menea la cabeza.

-La soledad es una cosas muy jodida, tío. Puede que a día de hoy te la sude, pero, te lo digo por experiencia, cuando llegas a una cierta edad... te acabas agarrando a lo que sea.

[...]

Ahora estoy apoyado en una Yamaha TZR50 (no es mía), con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. Son las cuatro y media de la madrugada y está helando. La mayoría de la gente se ha cambiado de local en cuanto encendieron las luces. Efe y yo, en cambio, nos hemos tomado un respiro.

-A estas alturas ya acosan menos, ¿eh? -comenta Efe, pensativo.

Sonrío. Es increíble la cantidad de relaciones públicas de locales de medio pelo que puedes encontrarte por Huertas un miércoles de diciembre hacia la medianoche. Nosotros éramos un grupo de más de treinta personas: presa fácil. Los hay para todos los gustos. El argentino, el urugayo, el andaluz, el madrileño, el negrito cachas. La hostia... me da la sensación de que, tras nuestra negativa a acompañarlos, se meten en la primera bocacalle, zigzaguean ligeramente, y vuelven a hostigarnos una decena de metros más allá. Qué energía, qué vitalidad, qué pesados. Tengo la impresión de que hay más "relaciones públicas" que "público" en sí. Aunque, pensándolo bien, tal vez esto se deba a que no pueden estarse quietos. El efecto sensorial de superioridad numérica apabulla.

Y luego están los chinos que venden cerveza. Insistentes. Incansables. Insobornables. Un clásico de la noche madrileña. Una vez estuve a punto de morir de un ataque de risa en la plaza de Santo Domingo. Aún faltaba para que abriesen el metro. Imaginad a seis chavales embriagados y hambrientos debatiendo con el dueño de un kebab. El tipo dice que todavía está cerrado. "Venga, hombre, ¿y ese individuo del turbante? ¿Qué pinta detrás del mostrador si está cerrado?". De pronto, una mujer china se me cuelga del brazo y me dice: "¿Celveza?". Le digo que no con la cabeza, y le explico: "Voy servido, gracias. Lo que necesito es comer algo. ¿No tendrás un bocadillo por ahí?". Me sonríe, radiante. "¿Quieles celveza?".

-Sí, igual tienen que descansar como todo el mundo -me incorporo y miro a Efe-. O eso, o están en Cibeles, engatusando en las marquesinas de los búhos.

[...]

-Escribiré en mi blog al respecto. Esta feroz competencia entre chinos vendedores de cerveza y relaciones públicas es un fenómeno digno de ser estudiado por las más prestigiosas universidades -suelta Efe con sorna, mientras pateamos el gélido asfalto-. Pero tú tendrás que hacer lo propio. ¿Qué me dices?

Antes de que pueda decir que eso está hecho, un chaval de pelo largo, armado con una montaña de flyers, salta de la puerta de un guariche y, sonriendo de oreja a oreja, anuncia:

-¡Chicos, los invito a un "chupitaso" de peché!