El conserje de mi escuela se llamaba Matías, pero entre el alumnado era más conocido como el Cepo. De ceporro, claro. Un mote perfecto porque, cuando te cogía, el cabrón no te soltaba. Siempre llevaba un mono verde, con manchas de pintura, y una gorra con publicidad de Caja Segovia. Como mi colegio es tirando a cutre, Matías tan pronto pintaba las líneas del campo de fútbol, como arreglaba la instalación eléctrica, o abría y vigilaba la verja a la hora de las entradas y las salidas.
No sé qué edad tendría. ¿Cincuenta y pico? Algunos creían que menos. Cara rechoncha, irregular, papada. Se estaba empezando a quedar calvo. Usaba unas gafas cuadradas de montura gruesa, con unos cristales más gruesos aún. Cuando te agarraba de la pechera y ponía tu cara a la altura de la suya, podías ver gran cantidad de mierda adosada a las lentes. El aliento le apestaba a muerte, o a clorofila, dependiendo de si tenías suerte y él un chicle a mano.
Una vez, mientras me daba la chapa por escupir en el pasillo, me fijé en su barba. No es que se afeitara mal por gusto. Los pliegues de carne sebosa debían ser un estorbo de primera para la cuchilla.