Una historieta que escribí hace años como redacción estrafalaria para clase.
Trescientas palabras, o algo así.
Diez verbos estrambóticos.
Disfrutad o vomitad, a vuestro antojo.
Trescientas palabras, o algo así.
Diez verbos estrambóticos.
Disfrutad o vomitad, a vuestro antojo.
Danilo se entretuvo hispiéndose la amplia gabardina que lo cubría por completo. Las calles de Palermo dormitaban cansinamente aquella fría tarde. El cielo estaba tapizado por un irregular velo de nubes de distintas tonalidades y dejaba caer una incesante llovizna sobre la ciudad. Un repentino soplo de aire levantó a su paso un puñado de hojas húmedas que se dispersaron sobre la acera. El clima, intranquilo, parecía hadar acontecimientos dramáticos.
Por última vez, Danilo miró de reojo a través del ventanuco del restaurante y contempló cómo Fabrizio hiñía la masa para las pizzas. Carraspeó con fuerza; escupió sobre un charco. Luego, entró. Las campanillas de la puerta tintinearon mientras Dani atravesaba el umbral. Estudió el interior del establecimiento con ojo experto y sonrió satisfecho. Sólo una pareja de clientes. Perfecto.
Holeó a los presentes: dos enamorados que se hacía arrumacos en el rincón más apartado, Gino (el chico que fregaba las mesas) y a Julia, la hija de Fabrizio. Ésta lo recibió entusiasmada, mostrando todos los dientes.
-Vengo a hablar con tu padre.
La muchacha, de unos 17 años, acompañó a Danilo hasta la cocina; no sin antes pedirle que le dejase la gabardina y el sombrero para poder colgarlos, a lo que Danilo se negó amablemente.
Entró en la cocina con el semblante sereno, pero con la sangre herviéndole en las venas.
-¿Qué te trae por aquí?
Fabri dejó de amasar y se sacudió un poco la harina del delantal, esbozando aquella maldita sonrisa. Danilo se contuvo y se esforzó por actuar cordialmente, al menos durante un instante.
-Los negocios son los negocios -respondió, con la boca torcida.
A continuación, extrajo cuidadosamente de la gabardina una pequeña cuartilla de papel amarillento, y se la tendió al pizzero. Éste la leyó con gesto de sorpresa. Mientras avanzaba, su frente se bañaba en sudor.
-¿Y bien? ¿Cuál es la respuesta? -inquirió Danilo, exasperado.
Fabrizio himpaba; harbullaba con los ojos desorbitados.
-Esto es demasiado -logró articular al fin.
La paciencia de Dani se había ido hebetando desde hacía una semana, y la respuesta no había sido la acertada. La brillante cuchilla de matarife silbó y se incrustó entre las costillas de Fabri. El pizzero se retorció de dolor con los brazos crispados. Rodó sobre el enlosado. Parecía querer huachar el suelo con sus propios dedos, arañando las baldosas. Sollozos ahogados.
Danilo se acercó a la encimera y cogió una botella de ginebra. Vertió un poco en un ancho vaso de licor. Lo vació de un solo trago. Luego, encendió un cigarrillo, con parsimonia, y le pateó la nuca a Fabrizio. Solo entonces cesaron los gemidos.
-¿No te hispes ya, eh? Debiste recordar que las deudas se pagan.
Abandonó la estancia envuelto en una nube de volutas de humo. Cuando se cruzó con Julia, en el comedor, le dirigió una sonrisa.
-Ciao, bella.
Salió al exterior.
Pronto descubrirían el cadáver.
Inspiró profundamente.
Y se alejó con la satisfacción que otorga el trabajo bien hecho.
Por última vez, Danilo miró de reojo a través del ventanuco del restaurante y contempló cómo Fabrizio hiñía la masa para las pizzas. Carraspeó con fuerza; escupió sobre un charco. Luego, entró. Las campanillas de la puerta tintinearon mientras Dani atravesaba el umbral. Estudió el interior del establecimiento con ojo experto y sonrió satisfecho. Sólo una pareja de clientes. Perfecto.
Holeó a los presentes: dos enamorados que se hacía arrumacos en el rincón más apartado, Gino (el chico que fregaba las mesas) y a Julia, la hija de Fabrizio. Ésta lo recibió entusiasmada, mostrando todos los dientes.
-Vengo a hablar con tu padre.
La muchacha, de unos 17 años, acompañó a Danilo hasta la cocina; no sin antes pedirle que le dejase la gabardina y el sombrero para poder colgarlos, a lo que Danilo se negó amablemente.
Entró en la cocina con el semblante sereno, pero con la sangre herviéndole en las venas.
-¿Qué te trae por aquí?
Fabri dejó de amasar y se sacudió un poco la harina del delantal, esbozando aquella maldita sonrisa. Danilo se contuvo y se esforzó por actuar cordialmente, al menos durante un instante.
-Los negocios son los negocios -respondió, con la boca torcida.
A continuación, extrajo cuidadosamente de la gabardina una pequeña cuartilla de papel amarillento, y se la tendió al pizzero. Éste la leyó con gesto de sorpresa. Mientras avanzaba, su frente se bañaba en sudor.
-¿Y bien? ¿Cuál es la respuesta? -inquirió Danilo, exasperado.
Fabrizio himpaba; harbullaba con los ojos desorbitados.
-Esto es demasiado -logró articular al fin.
La paciencia de Dani se había ido hebetando desde hacía una semana, y la respuesta no había sido la acertada. La brillante cuchilla de matarife silbó y se incrustó entre las costillas de Fabri. El pizzero se retorció de dolor con los brazos crispados. Rodó sobre el enlosado. Parecía querer huachar el suelo con sus propios dedos, arañando las baldosas. Sollozos ahogados.
Danilo se acercó a la encimera y cogió una botella de ginebra. Vertió un poco en un ancho vaso de licor. Lo vació de un solo trago. Luego, encendió un cigarrillo, con parsimonia, y le pateó la nuca a Fabrizio. Solo entonces cesaron los gemidos.
-¿No te hispes ya, eh? Debiste recordar que las deudas se pagan.
Abandonó la estancia envuelto en una nube de volutas de humo. Cuando se cruzó con Julia, en el comedor, le dirigió una sonrisa.
-Ciao, bella.
Salió al exterior.
Pronto descubrirían el cadáver.
Inspiró profundamente.
Y se alejó con la satisfacción que otorga el trabajo bien hecho.
qué bueno :)
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