El conserje de mi escuela se llamaba Matías, pero entre el alumnado era más conocido como el Cepo. De ceporro, claro. Un mote perfecto porque, cuando te cogía, el cabrón no te soltaba. Siempre llevaba un mono verde, con manchas de pintura, y una gorra con publicidad de Caja Segovia. Como mi colegio es tirando a cutre, Matías tan pronto pintaba las líneas del campo de fútbol, como arreglaba la instalación eléctrica, o abría y vigilaba la verja a la hora de las entradas y las salidas.
No sé qué edad tendría. ¿Cincuenta y pico? Algunos creían que menos. Cara rechoncha, irregular, papada. Se estaba empezando a quedar calvo. Usaba unas gafas cuadradas de montura gruesa, con unos cristales más gruesos aún. Cuando te agarraba de la pechera y ponía tu cara a la altura de la suya, podías ver gran cantidad de mierda adosada a las lentes. El aliento le apestaba a muerte, o a clorofila, dependiendo de si tenías suerte y él un chicle a mano.
Una vez, mientras me daba la chapa por escupir en el pasillo, me fijé en su barba. No es que se afeitara mal por gusto. Los pliegues de carne sebosa debían ser un estorbo de primera para la cuchilla.
Hubo una época en la que los chicos y yo odiábamos abiertamente al Ceporro. Ese gafotas pajillero, que seguro que aún vivía con la vieja bruja de su madre -viuda y octogenaria-, sólo parecía tener una finalidad en la vida. Jodernos. Boicotearnos. Impedir que matásemos el rato de buena manera entre clase y clase. Nos cazó escondidos en los retretes femeninos. Colándonos en el gimnasio. Pintando la mesa del tutor. Retorciendo las orejas de Alex. Deshaciéndonos del vomitivo rancho carcelario que sirven en el comedor.
Obviamente, pusimos en marcha algún que otro malévolo plan para putearle y reírnos. No tuvimos éxito. El hijoputa era más listo de lo que parecía.
En honor a la verdad, aunque me he tragado bastantes castigos por culpa de la labor infatigable del Cepo, tengo que decir que Matías era un tío legal, a su manera. Hace cosa de dos meses me cargué un ventanal. Fue sin querer, lo juro. Estaba encajado y traté de abrirlo sacándolo de los raíles. Cayó a cámara lenta, girando sobre sí mismo, desde el segundo piso y se reventó contra el pavimento. (Menos mal que los niños de primaria aún no habían salido al recreo). Pues Matías me cubrió. Asumió la responsabilidad de que la ventana estuviese incrustada y pagó los desperfectos de su bolsillo. Lo cual me sorprendió bastante. Siempre había pensado que el Ceporro disfrutaba amargándome la vida. Mi visión cambió un poco desde entonces. Un poco.
No sé qué edad tendría. ¿Cincuenta y pico? Algunos creían que menos. Cara rechoncha, irregular, papada. Se estaba empezando a quedar calvo. Usaba unas gafas cuadradas de montura gruesa, con unos cristales más gruesos aún. Cuando te agarraba de la pechera y ponía tu cara a la altura de la suya, podías ver gran cantidad de mierda adosada a las lentes. El aliento le apestaba a muerte, o a clorofila, dependiendo de si tenías suerte y él un chicle a mano.
Una vez, mientras me daba la chapa por escupir en el pasillo, me fijé en su barba. No es que se afeitara mal por gusto. Los pliegues de carne sebosa debían ser un estorbo de primera para la cuchilla.
Hubo una época en la que los chicos y yo odiábamos abiertamente al Ceporro. Ese gafotas pajillero, que seguro que aún vivía con la vieja bruja de su madre -viuda y octogenaria-, sólo parecía tener una finalidad en la vida. Jodernos. Boicotearnos. Impedir que matásemos el rato de buena manera entre clase y clase. Nos cazó escondidos en los retretes femeninos. Colándonos en el gimnasio. Pintando la mesa del tutor. Retorciendo las orejas de Alex. Deshaciéndonos del vomitivo rancho carcelario que sirven en el comedor.
Obviamente, pusimos en marcha algún que otro malévolo plan para putearle y reírnos. No tuvimos éxito. El hijoputa era más listo de lo que parecía.
En honor a la verdad, aunque me he tragado bastantes castigos por culpa de la labor infatigable del Cepo, tengo que decir que Matías era un tío legal, a su manera. Hace cosa de dos meses me cargué un ventanal. Fue sin querer, lo juro. Estaba encajado y traté de abrirlo sacándolo de los raíles. Cayó a cámara lenta, girando sobre sí mismo, desde el segundo piso y se reventó contra el pavimento. (Menos mal que los niños de primaria aún no habían salido al recreo). Pues Matías me cubrió. Asumió la responsabilidad de que la ventana estuviese incrustada y pagó los desperfectos de su bolsillo. Lo cual me sorprendió bastante. Siempre había pensado que el Ceporro disfrutaba amargándome la vida. Mi visión cambió un poco desde entonces. Un poco.
Para mofarnos de Matías necesitábamos conocer sus debilidades. Y dos destacaban por encima del resto. Las magdalenas de la Bella Easo (siempre llevaba una bolsa en el recreo y se las zampaba a saco) y Paqui, la jefa de las cocineras. Una cincuentona divorciada. Bajísima, redonda, dicharachera y teñida de rubio platino. Un día los pillé magreándose cerca del cuarto de contadores. Si me hubiera chivado, les habrían metido un puro que te cagas. Pero no dije nada. Le debía una.
El caso es que a Matías lo apuñalaron la semana pasada. Desde que puedo recordar, a la salida del instituto se acercan camellos de poca monta y demás niñatos -edad media: 16-17 años- a fumarse los cigarritos y a vacilar con las chavalas de uniforme. Pura tradición. Algunos pasan hachís del malo a pequeña escala, pero hay otros de más nivel. A estos últimos los traen y llevan en Audis y Mercedes a los puntos de venta estratégicos.
Como iba diciendo, no son más que cuatro monos con ínfulas de gángster que vienen a ligar con las niñas. Matías ya se las había visto con un par de ellos que se ponían a fumar hierba allí mismo. Los padres que van a recoger a los enanos lloriquean en las reuniones y, claro, el marrón para el conserje.
Los piques entre el Cepo y los chavalines estos eran algo cotidiano, inofensivo. Hasta que un día llegó un payaso pasado de vueltas (iba hasta las cejas de speed, por lo que me contaron) y le clavó un destornillador en la tráquea al bueno de Matías. Se montó una increíble. Los papás y las mamás ahí chillando, como gorrinos. El suelo encharcándose. Los maderos y los sanitarios llegaron tarde, qué novedad. Matías la acabó palmando de camino al hospital.
Y aunque era un gordo cabrón, lo echamos muchísimo de menos.
El caso es que a Matías lo apuñalaron la semana pasada. Desde que puedo recordar, a la salida del instituto se acercan camellos de poca monta y demás niñatos -edad media: 16-17 años- a fumarse los cigarritos y a vacilar con las chavalas de uniforme. Pura tradición. Algunos pasan hachís del malo a pequeña escala, pero hay otros de más nivel. A estos últimos los traen y llevan en Audis y Mercedes a los puntos de venta estratégicos.
Como iba diciendo, no son más que cuatro monos con ínfulas de gángster que vienen a ligar con las niñas. Matías ya se las había visto con un par de ellos que se ponían a fumar hierba allí mismo. Los padres que van a recoger a los enanos lloriquean en las reuniones y, claro, el marrón para el conserje.
Los piques entre el Cepo y los chavalines estos eran algo cotidiano, inofensivo. Hasta que un día llegó un payaso pasado de vueltas (iba hasta las cejas de speed, por lo que me contaron) y le clavó un destornillador en la tráquea al bueno de Matías. Se montó una increíble. Los papás y las mamás ahí chillando, como gorrinos. El suelo encharcándose. Los maderos y los sanitarios llegaron tarde, qué novedad. Matías la acabó palmando de camino al hospital.
Y aunque era un gordo cabrón, lo echamos muchísimo de menos.
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