Tengo que correr más. Ese hijo de puta es muy rápido. Hace un frío exagerado y está amaneciendo. El suelo patina un poco porque el rocío matinal se ha convertido en una traicionera capa de escarcha. No me gustaría resbalar ahora. Si cayese al suelo el policía se me echaría encima en un abrir y cerrar de ojos. No quiero que me abra la cabeza con su porra reglamentaria.
Doblo la esquina resoplando y miro hacia atrás. El tipo sigue ahí. "¡Quieto maricón!", me increpa. No parece cabreado, más bien expectante. Desde luego, tiene mejor fondo físico que yo. Me temo que podrá mantener ese trotecillo cochinero durante al menos media hora. Seguro que está esperando a que me agote antes de alcanzarme. Así le resultará más fácil darme de hostias. Cabrón retorcido. No me siento con fuerzas suficientes como para aguantar ni cinco minutos. Si pudiese esprintar, tendría una oportunidad, pero me acojona mucho la perspectiva de escurrirme y que el poli me machaque.
Enfilo por la calle de los Destiladores y me dirijo hacia las escalinatas de los yonquis. No creo que haya muchos, hace un frío de la hostia. He oído en el telediario que las temperaturas van a rondar los menos cinco grados. El poli me está poniendo verde. Supongo que está hasta los cojones de perseguir a un puto niñato por unas calles vacías y heladas. Me encantaría mandarlo a tomar por culo. Desgraciadamente soy un cagado, en especial si estoy a punto de ser trincado.
Los escalones tienen pequeños depósitos de nieve pisada, endurecida. Me voy a caer, lo veo venir. Antes de llegar disminuyo un poco la velocidad y salto. Joder, vaya salto que pego. Me veo a mí mismo volando por los aires como un ave. Un ave medio desplumada, hambrienta, cansada y sin brillo, vale, pero eso no le resta magia al momento. Milagrosamente, aterrizo de pie en el primer rellano de la escalinata. ¡Bua, qué subidón! La sangre me martillea los tímpanos, tengo la adrenalina desatada y me la suda el policía. ¡Puedo volar!
El madero ha debido alucinar con mi demostración de vuelo acrobático. Supongo que se creerá que el enlosado está seco. Llega al borde, salta y... ZASCA. Menudo hostión que se mete. No puedo evitar descojonarme en su cara. No eres un pájaro, tío. Bajo los dos tramos de escalera restantes con cuidado y me volteo. El madero se retuerce de dolor y no para de soltar tacos. Creo que se ha roto un brazo, una pierna o algo. ¿Está sangrando? ¿Y a quién le importa?
Silbo y me largo con el ánimo jubiloso. Me encanta esa expresión, es super pedante. La saqué de un viejo libro que estaba tirado en el apartamento del Cabeza. No recuerdo el autor, pero las páginas parecían a punto de desintegrarse. Creo que su única labor por aquella época era la de acumular polvo bajo el sofá del salón. Entre birra y birra lo hojeaba con curiosidad. Hasta que un día, cortaron el suministro de luz y gas del piso (el Cabeza usaba las facturas para limpiarse el culo) y aquel pequeño centro de cultura acabó alimentando una hoguera encendida en la bañera.
Ahora sólo pienso en volver a casa, y meterme en la cama. El sol comienza a asomar por encima de las azoteas. Tal vez no sea dueño de mi vida, pero esta sensación que me invade se parece mucho a la libertad.
Doblo la esquina resoplando y miro hacia atrás. El tipo sigue ahí. "¡Quieto maricón!", me increpa. No parece cabreado, más bien expectante. Desde luego, tiene mejor fondo físico que yo. Me temo que podrá mantener ese trotecillo cochinero durante al menos media hora. Seguro que está esperando a que me agote antes de alcanzarme. Así le resultará más fácil darme de hostias. Cabrón retorcido. No me siento con fuerzas suficientes como para aguantar ni cinco minutos. Si pudiese esprintar, tendría una oportunidad, pero me acojona mucho la perspectiva de escurrirme y que el poli me machaque.
Enfilo por la calle de los Destiladores y me dirijo hacia las escalinatas de los yonquis. No creo que haya muchos, hace un frío de la hostia. He oído en el telediario que las temperaturas van a rondar los menos cinco grados. El poli me está poniendo verde. Supongo que está hasta los cojones de perseguir a un puto niñato por unas calles vacías y heladas. Me encantaría mandarlo a tomar por culo. Desgraciadamente soy un cagado, en especial si estoy a punto de ser trincado.
Los escalones tienen pequeños depósitos de nieve pisada, endurecida. Me voy a caer, lo veo venir. Antes de llegar disminuyo un poco la velocidad y salto. Joder, vaya salto que pego. Me veo a mí mismo volando por los aires como un ave. Un ave medio desplumada, hambrienta, cansada y sin brillo, vale, pero eso no le resta magia al momento. Milagrosamente, aterrizo de pie en el primer rellano de la escalinata. ¡Bua, qué subidón! La sangre me martillea los tímpanos, tengo la adrenalina desatada y me la suda el policía. ¡Puedo volar!
El madero ha debido alucinar con mi demostración de vuelo acrobático. Supongo que se creerá que el enlosado está seco. Llega al borde, salta y... ZASCA. Menudo hostión que se mete. No puedo evitar descojonarme en su cara. No eres un pájaro, tío. Bajo los dos tramos de escalera restantes con cuidado y me volteo. El madero se retuerce de dolor y no para de soltar tacos. Creo que se ha roto un brazo, una pierna o algo. ¿Está sangrando? ¿Y a quién le importa?
Silbo y me largo con el ánimo jubiloso. Me encanta esa expresión, es super pedante. La saqué de un viejo libro que estaba tirado en el apartamento del Cabeza. No recuerdo el autor, pero las páginas parecían a punto de desintegrarse. Creo que su única labor por aquella época era la de acumular polvo bajo el sofá del salón. Entre birra y birra lo hojeaba con curiosidad. Hasta que un día, cortaron el suministro de luz y gas del piso (el Cabeza usaba las facturas para limpiarse el culo) y aquel pequeño centro de cultura acabó alimentando una hoguera encendida en la bañera.
Ahora sólo pienso en volver a casa, y meterme en la cama. El sol comienza a asomar por encima de las azoteas. Tal vez no sea dueño de mi vida, pero esta sensación que me invade se parece mucho a la libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario