miércoles, 3 de febrero de 2010

Nada que demostrar

Tengo una Glock 19 en mi mano derecha. Percibo el frío de su empuñadura. La aprieto con todas mis fuerzas para infundirme valor. A mi alrededor la gente va y viene, se arremolina dejando tras de sí diferentes hedores y permufes caros. Tengo una pistola del calibre 9 milímetros Parabellum en mi mano derecha y nadie parece darse cuenta.

No sé exactamente dónde estoy metido. La primera imagen que se me viene a la cabeza es la estación de metro abandonada en la que se enfrentan Neo y el agente Smith, en Matrix. Pese a mis dudas, me introduzco en el vagón de metro y apunto aleatoriamente a las cabezas de sus ocupantes.

-Todo el mundo al suelo, joder.

Así es como se hace en las películas. El atracador entra en escena esgrimiendo un arma y pronuncia las palabras mágicas. Ahora puedo ver una miríada de rostros desencajados. Ese viejo de allí tiembla sin remedio. Aquel ejecutivo de allá abraza su maletín con fervor casi religioso. Una embarazada acaricia su vientre hinchado mientras me mira sin pestañear.

Es entonces cuando los de seguridad espabilan, claro. Ahora vendrán haciéndose los héroes y me obligarán a disparar. Me forzarán a hacer algo que no quiero hacer. Para escapar tendré que vaciar un par de cargadores. Cristales rotos por todas partes.

[...]

En el piso de arriba hay un montón de autocares aparcados. Subo corriendo a uno que parte hacia Valladolid. Le digo al conductor que vaya tranquilo, que si se porta bien nadie saldrá herido; así evitaremos disgustos. El tipo asiente con la frente empapada. El sudor le resbala por la cara a chorros. El cuello de su camisa absorbe el goteo incesante de agua y sales canalizado por las orejas. Siento náuseas. Observo a los ocupantes del autocar. Hay toda clase de pasajeros: chicas jóvenes, ancianas histéricas, madres, hijos e, incluso, un señor con bigote.

Me siento junto a la ventana, en la tercera fila de asientos que hay a la espalda del conductor. El viaje se me hace eterno. En la autopista, se suceden los accidentes, aunque no nos vemos implicados en ninguno. Nunca he visto nada parecido: los coches arden en el arcén o salen despedidos por encima de los quitamiedos, pero a nosotros ni nos rozan.

Oigo gimotear a una señora, al final del pasillo.

-No quiero morir -balbucea con voz de pito, mientras yo pienso que todos moriremos, tarde o temprano.

Viajo mirando alternativamente a la carretera y al resto del pasaje. Creo que el hombre del bigote está tramando algo. No es normal que tenga el ceño tan fruncido. Fijo mi vista en él y levanto la pistola, como recordatorio. El tipo saca de su mochila unas gafas de sol negras y se las coloca. Su morro torcido me pone de los nervios.

De pronto, la furgoneta blanca que nos precede (¿o es beis?) hace un trompo y queda atravesada en mitad de la carretera, obstaculizando dos carriles. Un coche intenta una maniobra evasiva y nos impacta lateralmente. El autocar se bambolea y yo me doy un hostión en la cabeza, pero nuestro conductor consigue mantener el vehículo en la calzada. Reparo en el dolor. Me llevo la mano a la parte superior izquierda de la cabeza y la tanteo. Luego, me miro los dedos y los encuentro manchados de sangre. Una sangre muy diluida, por cierto.

Maldigo en voz baja mientras me volteo para comprobar los efectos del choque entre los viajeros. Entonces me fijo en un yonqui que está sentado al otro lado del pasillo, una fila por detrás de mí. Tiembla violentamente, lo que me hace pensar automáticamente en mi cepillo de dientes eléctrico. Cuando vuelvo a mirarlo, poco después, la barba le ha crecido, como si hubieran pasado un par de días. De hecho, ni siquiera puedo asegurar que se trate del mismo hombre.

El vehículo avanza esquivando coches en llamas; yo me voy comiendo la cabeza. Tal vez lo de secuestrar el autocar no haya sido una buena idea. La chica que ocupa el asiento de al otro lado del pasillo lloriquea un poco. Es bastante mona. Un mechón de pelo oscuro y unas gafas cuadradas enmarcan dos enormes ojos verdes. Me inspira una profunda pena, así que trato de consolarla. Me muevo al asiento de al lado y susurro.


-Eh, puedes estar tranquila. No voy a haceros daño a ninguno.

Me obligo a sonreir, quiero animarla. No es justo que haya personas pasándolo mal por mi culpa, pero tengo que mantener el control de la situación. Todo se reduce a eso. Ella me mira, seria de repente.

-Ya, si lo sé. El problema es el tiempo. Estos individuos no se callan, no paran de quejarse. Y lo que van a hacer, en cuanto todo esto termine, es irse por ahí a comprar, a gastar su tiempo en chorradas. No han aprendido nada con todo este follón.

-Realmente, sólo lo hago para probarme -explico, como si hubiese escuchado otra cosa-. Es decir, ¿soy capaz? Estaba un poco harto de siempre la misma rutina.

Ella me sonríe, asintiendo.

-Es emocionante. ¿Estabas en una situación límite?

Y, de pronto, pienso en qué coño estoy haciendo. ¿Qué pasará cuando me cojan? Intento imaginarme la situación. Quizá me golpeen el cráneo con saña, me esposen y me arrojen a un calabozo a la espera del juicio. No quiero ir a la cárcel, vete a saber qué clase de barbaridades ocurren allí. O tal vez los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado me cosan a balazos a la mínima oportunidad. La angustia me antenaza la garganta. Siento como si mi estómago se hubiese comprimido sobre sí mismo hasta reducirse al tamaño y textura de una uva pasa.

Un buen amigo, compañero de clase además, ocupa el asiento que tengo delante. No lo había visto hasta ahora. Se encarama al respaldo e intenta darme ánimos. Me dice que tampoco conlleva una pena judicial tan alta el hecho de secuestrar un autocar. Pero no sólo es el secuestro lo que me preocupa... En la huída que emprendí para llegar al autocar he disparado contra varios policías y civiles. Cristales rotos, ¿recuerdas? Joder, ahora me acuerdo perfectamente. Es probable, bueno, en realidad es casi seguro que alguno haya muerto.
Me siento enfermo. ¿Soy un puto asesino? ¿Por qué disparé tan alegremente antes? ¿Era yo quien disparaba? "La cabeza no deja de girar". No pasa nada, debo de estar soñando y, en los sueños, todos los errores que se cometen se enmiendan al abrir los ojos. Un momento, ¿seguro que esto es un sueño?

Y justo entonces me despierto.

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