En el semáforo, la estoica silueta de un hombrecillo color rojo brillante. Las calles estaban prácticamente desiertas. Por la noche, el clima en la ciudad era hostil. Un vejete decrépito se apoyaba a duras penas en su bastón. Miró a izquierda y a derecha, pero ningún vehículo iba a aparecer en los próximos minutos. (La utilidad de un semáforo, en una calle por la que casi nunca pasan coches, es un misterio). Pese a que podía cruzar sin peligro, el anciano no hizo un solo movimiento. Esperó pacientemente a que el hombrecillo verde relevase al rojo. De todas formas, lo último que quería era volver a casa.
Caminó con dificultad por la acera mojada. La humedad y las ráfagas de viento de la sierra habían acentuado sus dolores reumáticos, en los últimos días. El cielo era una manta arrugada de tinte ámbar, y la lluvia ofrecía una tregua momentánea. El viejo encorvado sufrió un ataque de tos al llegar a su portal. Se apoyó en la pared para recobrar el aliento. Ochenta y seis años, ya. Sesenta y dos de los cuales había compartido con Ágata, su esposa. Su carcelera. Rememoró tiempos mejores mientras su respiración se acompasaba. Añoró la juventud perdida.
La llave le temblaba en la mano. Su pulso ya no resultaba fiable, por así decirlo. Don Gerardo, una eminencia según su esposa, le había diagnosticado Parkinson. Tras mantener una silenciosa pelea contra sus propios temblores, por fin, logró incrustar la llave en la cerradura. Dentro, el ambiente estaba sobrecargado, apenas se podía respirar. Nuestro vetusto amigo pensó con amargura que acababa de introducirse en un microclima, como los que había en el zoológico; concretamente, en la jaula de las hienas.
Su mujer parecía a punto de hundirse en el sillón, pero sus garras, asidas con fuerza a los reposabrazos, la mantenían a flote. Era prisionero de una dictadora con gafas de pasta, pelusa grisácea sobre el labio superior y un rostro con la textura de una remolacha.
-¿Se puede saber de dónde vienes, calzonazos?
El anciano cerró la puerta con delicadeza, y aguantó el chaparrón. En aquella penumbra, sus ojos se mantenían fijos en las puntas de sus zapatos. Fijos y cada vez más húmedos.
-Manda narices la cosa. Todos los días me haces lo mismo. Te largas por ahí después de cenar y no se sabe nada más de ti hasta las tantas. ¿No te da vergüenza dejar a tu pobre esposa aquí sola, con la cantidad de gentuza que hay suelta? Pues nada. Está claro que al señor le sudan los cojones. Seguro que te vas de putas, o algo así, porque si no, no me lo explico. ¿A qué viene esa manía de pulular a estas horas? Que estás hecho una pena, Ramiro, que lo sabes muy bien. Que cualquier día te escoñas y "amén, Jesús". Lo que tienes que hacer es quedarte quietecito en casa y no moverte, pero tú erre que erre. Ni caso, como siempre.
Etcétera, etcétera, etcétera. El viejo dejó de escuchar. Esa vieja arpía quería enterrarlo en vida. Pues ni hablar. No iba a consentirlo, seguiría tomando diariamente sus dosis de libertad mientras tuviese fuerzas para caminar.
-Me voy a la cama -informó Ramiro-. Que descanses.
-Eres un desgraciao.
Una vez arrebujado entre las sábanas, Ramiro dejó a su mente volar hacia cada instante feliz de su vida. Cada momento que había merecido la pena de aquellos ochenta y seis años. Se vio montando en bicicleta con Joaquín y otros chavales del pueblo, cazando ranas en la poza, jugando con la escopeta de corcho, y luego haciendo la instrucción en Aranjuez, escribiendo cartas de amor a una joven Ágata, amándola apasionadamente en el pajar, bebiendo orujo de hierbas hasta caer doblado sobre la mesa (porque una apuesta es una apuesta), viajando a Roma, a Bruselas, a Berlín, a Nápoles, viendo crecer a sus dos mocosos, Leandro y José Luis, cómo los quería... Así permaneció durante un par de horas. De fondo, se escuchaban los ronquidos de Ágata y al vendedor de la teletienda anunciando una máquina para trocear hortalizas, pero Ramiro sólo atendía a las voces de su pasado.
Poco a poco, se fue quedando dormido. Tenía una sonrisa en los labios cuando su corazón se detuvo. "Su mirada, dulce y gris, voló".
Caminó con dificultad por la acera mojada. La humedad y las ráfagas de viento de la sierra habían acentuado sus dolores reumáticos, en los últimos días. El cielo era una manta arrugada de tinte ámbar, y la lluvia ofrecía una tregua momentánea. El viejo encorvado sufrió un ataque de tos al llegar a su portal. Se apoyó en la pared para recobrar el aliento. Ochenta y seis años, ya. Sesenta y dos de los cuales había compartido con Ágata, su esposa. Su carcelera. Rememoró tiempos mejores mientras su respiración se acompasaba. Añoró la juventud perdida.
La llave le temblaba en la mano. Su pulso ya no resultaba fiable, por así decirlo. Don Gerardo, una eminencia según su esposa, le había diagnosticado Parkinson. Tras mantener una silenciosa pelea contra sus propios temblores, por fin, logró incrustar la llave en la cerradura. Dentro, el ambiente estaba sobrecargado, apenas se podía respirar. Nuestro vetusto amigo pensó con amargura que acababa de introducirse en un microclima, como los que había en el zoológico; concretamente, en la jaula de las hienas.
Su mujer parecía a punto de hundirse en el sillón, pero sus garras, asidas con fuerza a los reposabrazos, la mantenían a flote. Era prisionero de una dictadora con gafas de pasta, pelusa grisácea sobre el labio superior y un rostro con la textura de una remolacha.
-¿Se puede saber de dónde vienes, calzonazos?
El anciano cerró la puerta con delicadeza, y aguantó el chaparrón. En aquella penumbra, sus ojos se mantenían fijos en las puntas de sus zapatos. Fijos y cada vez más húmedos.
-Manda narices la cosa. Todos los días me haces lo mismo. Te largas por ahí después de cenar y no se sabe nada más de ti hasta las tantas. ¿No te da vergüenza dejar a tu pobre esposa aquí sola, con la cantidad de gentuza que hay suelta? Pues nada. Está claro que al señor le sudan los cojones. Seguro que te vas de putas, o algo así, porque si no, no me lo explico. ¿A qué viene esa manía de pulular a estas horas? Que estás hecho una pena, Ramiro, que lo sabes muy bien. Que cualquier día te escoñas y "amén, Jesús". Lo que tienes que hacer es quedarte quietecito en casa y no moverte, pero tú erre que erre. Ni caso, como siempre.
Etcétera, etcétera, etcétera. El viejo dejó de escuchar. Esa vieja arpía quería enterrarlo en vida. Pues ni hablar. No iba a consentirlo, seguiría tomando diariamente sus dosis de libertad mientras tuviese fuerzas para caminar.
-Me voy a la cama -informó Ramiro-. Que descanses.
-Eres un desgraciao.
Una vez arrebujado entre las sábanas, Ramiro dejó a su mente volar hacia cada instante feliz de su vida. Cada momento que había merecido la pena de aquellos ochenta y seis años. Se vio montando en bicicleta con Joaquín y otros chavales del pueblo, cazando ranas en la poza, jugando con la escopeta de corcho, y luego haciendo la instrucción en Aranjuez, escribiendo cartas de amor a una joven Ágata, amándola apasionadamente en el pajar, bebiendo orujo de hierbas hasta caer doblado sobre la mesa (porque una apuesta es una apuesta), viajando a Roma, a Bruselas, a Berlín, a Nápoles, viendo crecer a sus dos mocosos, Leandro y José Luis, cómo los quería... Así permaneció durante un par de horas. De fondo, se escuchaban los ronquidos de Ágata y al vendedor de la teletienda anunciando una máquina para trocear hortalizas, pero Ramiro sólo atendía a las voces de su pasado.
Poco a poco, se fue quedando dormido. Tenía una sonrisa en los labios cuando su corazón se detuvo. "Su mirada, dulce y gris, voló".
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