sábado, 17 de abril de 2010

C'est la vie

Miré a través de la ventanilla. Sólo vi noche. Un poco más allá, las luces anaranjadas luchaban por ganar espacio a la oscuridad. Vano esfuerzo. Las tinieblas siempre encuentran algún lugar por donde crecer y expandirse. ¿Qué era aquello? ¿Pueblo? ¿Ciudad? ¿Polígono industrial? No importa, el coche seguía rugiendo en mitad de la negrura. Pronto dejaría atrás aquellos vestigios de humanidad. O de industria, o de cultura, o de decadencia, como prefieras llamarlo. A mi lado, el conductor se mostraba taciturno. Su vista estaba clavada en los haces de luz que proyectaban los focos delanteros del vehículo. Entre ellos comenzaba a adivinarse una tímida neblina. Las partículas de agua condensada se estrellaban silenciosamente contra el parachoques.

La visión de esa bruma, formándose ante nosotros, me hizo evocar tardes infantiles, cuando jugaba a la pelota junto a las charcas de mi pueblo. Charcas que fueron escenario de múltiples (y gloriosas) batallas de piedras. Muchas veces ni siquiera veíamos al enemigo. Intuíamos su posición por la trayectoria de los pedruscos que aparecían de improviso atravesando aquel humo blanco y frío.

Exhalé una bocanada de aire caliente para empañar el cristal. Sobre él, dibujé una luna creciente. Mientras lo hacía, reparé en que el vaho desaparecería pronto y se llevaría consigo mi luna. Así pues, le añadí una boca triste, unos ojos lacrimosos y un bocadillo de cómic con la siguiente frase: "c'est la vie".

La niebla era cada vez más espesa. Me estremecí, cerré los ojos y quise desaparecer.

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