Verano de 2009
Se necesitan dos personas para levantar el cierre. La presión ha de hacerse de forma simultánea en ambos extremos de la cortina metálica (si se quiere subirla de una vez, claro).
El interior rezuma humedad. Sólo tras encender los neones puede apreciarse la totalidad de la sala. Es alargada, como un pasillo de unos tres o cuatro metros de anchura. Las paredes fueron pintadas de azul celeste hace años, pero ahora están surcadas por multitud de grietas y desconchones. Tal vez para paliar la sensación de decadencia, están forradas de carteles y banderas. Incluso hay tres estantes (quizá más) repletos de botellas de todo tipo: cerveza negra, rubia, ron...
Había olvidado mencionar los sofás y butacones. A lo largo del pasillo, enfrentados unos a otros, y separados por dos mesas negras, bajas, invadidas por bricks de vino, cartas y juegos de mesa. Y lo que parece ser una cubitera negra, vacía, con la marca "Cacique" serigrafiada.
Al fondo del pasillo se adivina una puerta. Digo se adivina porque está cubierta por la bandera de Cuba. Es la entrada al picadero. Se trata de un habitáculo claustrofóbico que contiene un colchón mohoso y una mesita llena de velas a medio consumir. David me explicó que, entre su grupo de amigos, tienen una coña, o mejor dicho, una apuesta sobre quién será el que estrene esa "habitación del amor". Sin embargo, todo apunta a que (a menos que se produzca un calentón extremo) ese colchón no va a ser testigo de escenas ardientes. Por lo menos, hasta que desaparezca el moho.
También al final del pasillo-local, pero a mano izquierda, hay una especie de almacén saturado de cajas y chismes, y un baño con retrete y lavabo. La lámpara del baño tiene pinta de farol de la época victoriana y cuelga del techo a una altura poco segura. De hecho, me golpeé en la cabeza, en una ocasión, después de mear. Ah, y el agua del grifo debería poder beberse (o eso se rumoreaba). La clave es dejar que mane hasta que se borre su color pardusco.
Volvamos a los elementos accesorios del local. En el momento de mi partida, es decir, la última vez que estuve allí, había todo esto desperdigado por el interior de la antigua mercería: un gorro de cabeza de pollo, unas tetas falsas, una Play Station de la primera época, una Play Station 2, una nevera rebosante de sangría y calimocho (todo elaborado con vino de 50 céntimos), una televisión, un Risk, un trivial, ¿un deuvedé?, una manta del Atlético de Madrid, dos micrófonos con los que Riboh imitaba a una sirena, bolsas llenas de juegos del hermano de Diego, los restos de un hacha de juguete, una escoba que Karim solía usar como arma, una fregona, vasos de plástico, cajetillas de Camel vacías y arrugadas, etcétera.
Pese a que la impresión que pueda extraerse de estas líneas sea que el PITIGON-2 es un tugurio infame, debo decir que me cautivó. Es increíble ver a esos burgaleses apoltronados en los sofás y pasándolo en grande. El local cobra vida cuando está habitado por estos chavales tan peculiares. David tenía razón, "el local es la VIDA", y sus amigos, unos fueras de serie. Ojalá nosotros tuviésemos un punto de encuentro así en el barrio. Ese apacible caos. Esa sensación de libertad, independencia y camaradería. Sin lugar a dudas, el local de Burgos, cuando está concurrido, desprende un magnetismo especial. Eso que los místicos denominan aura.
El interior rezuma humedad. Sólo tras encender los neones puede apreciarse la totalidad de la sala. Es alargada, como un pasillo de unos tres o cuatro metros de anchura. Las paredes fueron pintadas de azul celeste hace años, pero ahora están surcadas por multitud de grietas y desconchones. Tal vez para paliar la sensación de decadencia, están forradas de carteles y banderas. Incluso hay tres estantes (quizá más) repletos de botellas de todo tipo: cerveza negra, rubia, ron...
Había olvidado mencionar los sofás y butacones. A lo largo del pasillo, enfrentados unos a otros, y separados por dos mesas negras, bajas, invadidas por bricks de vino, cartas y juegos de mesa. Y lo que parece ser una cubitera negra, vacía, con la marca "Cacique" serigrafiada.
Al fondo del pasillo se adivina una puerta. Digo se adivina porque está cubierta por la bandera de Cuba. Es la entrada al picadero. Se trata de un habitáculo claustrofóbico que contiene un colchón mohoso y una mesita llena de velas a medio consumir. David me explicó que, entre su grupo de amigos, tienen una coña, o mejor dicho, una apuesta sobre quién será el que estrene esa "habitación del amor". Sin embargo, todo apunta a que (a menos que se produzca un calentón extremo) ese colchón no va a ser testigo de escenas ardientes. Por lo menos, hasta que desaparezca el moho.
También al final del pasillo-local, pero a mano izquierda, hay una especie de almacén saturado de cajas y chismes, y un baño con retrete y lavabo. La lámpara del baño tiene pinta de farol de la época victoriana y cuelga del techo a una altura poco segura. De hecho, me golpeé en la cabeza, en una ocasión, después de mear. Ah, y el agua del grifo debería poder beberse (o eso se rumoreaba). La clave es dejar que mane hasta que se borre su color pardusco.
Volvamos a los elementos accesorios del local. En el momento de mi partida, es decir, la última vez que estuve allí, había todo esto desperdigado por el interior de la antigua mercería: un gorro de cabeza de pollo, unas tetas falsas, una Play Station de la primera época, una Play Station 2, una nevera rebosante de sangría y calimocho (todo elaborado con vino de 50 céntimos), una televisión, un Risk, un trivial, ¿un deuvedé?, una manta del Atlético de Madrid, dos micrófonos con los que Riboh imitaba a una sirena, bolsas llenas de juegos del hermano de Diego, los restos de un hacha de juguete, una escoba que Karim solía usar como arma, una fregona, vasos de plástico, cajetillas de Camel vacías y arrugadas, etcétera.
Pese a que la impresión que pueda extraerse de estas líneas sea que el PITIGON-2 es un tugurio infame, debo decir que me cautivó. Es increíble ver a esos burgaleses apoltronados en los sofás y pasándolo en grande. El local cobra vida cuando está habitado por estos chavales tan peculiares. David tenía razón, "el local es la VIDA", y sus amigos, unos fueras de serie. Ojalá nosotros tuviésemos un punto de encuentro así en el barrio. Ese apacible caos. Esa sensación de libertad, independencia y camaradería. Sin lugar a dudas, el local de Burgos, cuando está concurrido, desprende un magnetismo especial. Eso que los místicos denominan aura.
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