lunes, 1 de marzo de 2010

(Clima) Historias de la EMT

Adriana esperaba al autobús desde hacía media hora. El contexto: lluvia torrencial y una ventolera de mil demonios; en definitiva, un ambiente de lo más desagradable. Bajo la marquesina cada vez había más y más gente. Las ancianas que venían de la frutería maldecían a gritos. Adri cogió el mp3 y buscó Extremoduro, quería evadirse. No obstante, al poco rato, y ante la insistencia chillona de la mujer del carrito de la compra con estampado rústico (¡toma ya!), Adriana comprobó (por cuarta vez en tres minutos) la tabla donde venía apuntada la frecuencia de paso de los autobuses. Entre cinco y ocho minutos. Madre del amor hermoso, qué estafa. Por fin, doblando la calle apareció el autobús y la gente suspiró aliviada.

-Ahora me va a oír ese sinvergüenza -dijo alguien con una voz muy antipática-. Ja, pues menuda soy yo.

Mientras las viejas despotricaban con saña contra el indefenso conductor, Adriana aprovechó la ocasión para hacer uso del abono mensual y escabullirse hacia la parte trasera del vehículo. Se sentó en la penúltima fila y apoyó su cabeza contra el cristal empañado. La gente podía llegar a ser de lo más agria. Es decir, claro que a ella también le jodía esperar treinta y tantos minutos bajo la lluvia para coger un puñetero autobús. Pero no por ello iba a pagar sus frustraciones con un pobre chaval que no tenía culpa de nada. La cadencia de salida de los buses era preestablecida por radio, vamos, eso pensaba ella. Clavó la mirada en la chepa de un par de viejas brujas que aún refuñaban más allá. Luego, cerró los ojos y suspiró.


En la última fila de ese mismo autobús, dos hombres cuchicheaban con la cabeza gacha. Uno de ellos calentaba un papel de plata con el mechero; el otro sostenía un tubito de metal entre los dedos. Tenían las manos roñosas. La mezcla que estaban preparando es conocida comúnmente como un arrebujao; o lo que es lo mismo, una mezcla de cocaína en base y heroína, un par de micras de cada. Estos dos tíos aparentaban los cincuenta años, pero ninguno llegaba a los treinta y cinco. No pretendían molestar a nadie, simplemente necesitaban un lugar cubierto donde pillarse el colocón.

Ese olorcillo característico que desprende la gota al "cocinarse" se desplazó hacia la fila delantera. Adriana abrió los ojos, se giró discretamente y volvió a cerrarlos en el acto. De no ser porque se moría de vergüenza, se hubiese cambiado de asiento. No obstante, aguantó el tipo, limpió con el dorso de la mano el vaho del cristal y se concentró en las farolas de ahí fuera. Mentalmente, contó las paradas que faltaban hasta la suya.

Una vez en casa, buscó a su padre y le contó lo sucedido. Estaba preocupada, siempre había sido un poco hipocondríaca. Tal vez, al inhalar el humillo resultante de la cocción, parte de la droga se había adosado a su organismo. Uf, seguro que ocurría algo así. Las cosas empezaban a darle vueltas, y más vueltas. De repente, se encontraba muy mal.

-No, hija mía, no -respondió el padre riendo-. Lo que coloca es el vapor que inhalan mediante el tubo. Si fuese como tú dices, la parte de atrás del bus estaría siempre llena de gente.

2 comentarios:

  1. Quiero agradecer a Fabiola la historia que inspiró este relato, así como la multitud de conversaciones y otras ideas graciosas que han ido amenizando mis vueltas a casa de los últimos años.

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  2. Luego dices de mis "rozan el corazón".

    pd: menos mal que eran tres párrafos por post¡

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