El crujido de la placa de yeso al quebrarse anticipó el derrumbe de la sección del techo que aún no se había desprendido. Un hombre menudo, moreno, de rostro vulgar, y cuyo nombre carece de importancia, pegó la espalda contra la pared y contuvo la respiración. Desde allí, contempló cómo los escombros se desparramaban sobre la alfombra. La montaña de cascotes, que ahora presidía el comedor, era de un tamaño considerable.
Inspiró y expiró trabajosamente, se santiguó y reanudó su quehacer. Aquella ruinosa vivienda pedía a gritos que la saqueasen. Colgado al hombro portaba un deteriorado saco de patatas. De la habitación contigua salieron dos compañeros. Cargaban con un viejo televisor Royal en blanco y negro. En aquella barriada, no albergaban esperanzas de encontrar algo más valioso.
Pese al toque de queda (dictado horas atrás por el Gobierno chileno), la población se mostraba inquieta. Corría el rumor de que ya no quedaba agua potable ni gasolina, en Concepción. Muchos se echaron a la calle, invadidos por ese sentimiento de miedo colectivo. Familias al completo colándose en la casa del vecino -derruida o no- para adueñarse de las pertenencias de valor que hubieran sido "abandonadas". La otra cara del doblón reflejaba a quienes protegían sus posesiones armados con palos, cuchillos e, incluso, armas de fuego.
[...]
Nuestro estimado ratero estaba agenciándose una elegante cubertería de boda, cuando escuchó el gemido. Provenía del fondo de una escombrera. Durante un fugaz segundo, los músculos se le agarrotaron y permaneció en el sitio, petrificado. Aguzó el oído: parecía un bebé. Fuera, sus compinches empezaron a silbar. Eso significaba que los soldados ya venían por la calle principal, los tenían casi encima. "Tienen orden de disparar al cuerpo si es necesario", o eso decía la prensa. Enormes rifles de asalto.
El saqueador se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida. El tintineo proveniente del saco ahogó los lamentos de la criatura sepultada.
Inspiró y expiró trabajosamente, se santiguó y reanudó su quehacer. Aquella ruinosa vivienda pedía a gritos que la saqueasen. Colgado al hombro portaba un deteriorado saco de patatas. De la habitación contigua salieron dos compañeros. Cargaban con un viejo televisor Royal en blanco y negro. En aquella barriada, no albergaban esperanzas de encontrar algo más valioso.
Pese al toque de queda (dictado horas atrás por el Gobierno chileno), la población se mostraba inquieta. Corría el rumor de que ya no quedaba agua potable ni gasolina, en Concepción. Muchos se echaron a la calle, invadidos por ese sentimiento de miedo colectivo. Familias al completo colándose en la casa del vecino -derruida o no- para adueñarse de las pertenencias de valor que hubieran sido "abandonadas". La otra cara del doblón reflejaba a quienes protegían sus posesiones armados con palos, cuchillos e, incluso, armas de fuego.
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Nuestro estimado ratero estaba agenciándose una elegante cubertería de boda, cuando escuchó el gemido. Provenía del fondo de una escombrera. Durante un fugaz segundo, los músculos se le agarrotaron y permaneció en el sitio, petrificado. Aguzó el oído: parecía un bebé. Fuera, sus compinches empezaron a silbar. Eso significaba que los soldados ya venían por la calle principal, los tenían casi encima. "Tienen orden de disparar al cuerpo si es necesario", o eso decía la prensa. Enormes rifles de asalto.
El saqueador se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida. El tintineo proveniente del saco ahogó los lamentos de la criatura sepultada.
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