-¿Qué pasa contigo, tío? -bufó Jandro, al tiempo que tiraba al suelo la colilla consumida que tenía entre los dedos.
-Perdón por el retraso -contestó Samuel, mecánicamente-. Estaba buscando la cartera. No veas, ha aparecido ahí, en lo más profundo del cajón.
-Joder, pues llevo esperando media hora.
-Anda, anda. No flipes que no he tardado ni diez minutos.
Jandró sonrió y, amistosamente, le dio una patada en el trasero a su amigo.
-Dos pitillos han caído -comentó mientras caminaban bajo la luz de la farolas-. Si la palmo de cáncer de pulmón, puedes sentirte culpable.
[...]
Salieron del ultramarinos regentado por Xhu Ling ("el Chulín", para los amigos), con dos latas de cerveza formato yonqui. Es decir, de 500 mililitros cada una.
-¿Dónde vamos?
Decidieron darse una vuelta por el carril-bici, y de paso acercarse a ver las obras de "la ampliación de la red de Metro". De camino, Samuel se fijó en un hombre mayor que esperaba en el semáforo para cruzar la calle. En ese preciso instante, no llovía, pero el viento era intenso y el suelo resbaladizo. Samuel se quedó mirándolo hasta que el semáforo se puso en verde y el anciano, tambaleándose peligrosamente, prosiguió su camino.
Mientras caminaban sobre la roja alfombra de asfalto agrietado que era el carril-bici, Samuel se fijaba en cada tonalidad existente en aquella desapacible noche. Predominaba el gris, de la atmósfera, y el naranja, del cielo y las farolas.
Vieron pasar un autobús azul y bromearon al respecto. Los autobuses eran rojos, de toda la vida. Esa manía que tenía la E EME TE de renovarse cambiando de color no tenía ningún sentido. Un autobús azul era la cosa más fea del mundo. Encima, ahora los fabricaban sin cristalera en la parte posterior; un "atropello a la ciudadanía", según Jandro. Ahí fue cuando Samuel recordó la anécdota que, días atrás, le había referido una compañera de clase, sobre unos tíos que fumaban plata en la parte de atrás de un bule. A su amigo le gustó mucho el chascarrillo.
-Perdón por el retraso -contestó Samuel, mecánicamente-. Estaba buscando la cartera. No veas, ha aparecido ahí, en lo más profundo del cajón.
-Joder, pues llevo esperando media hora.
-Anda, anda. No flipes que no he tardado ni diez minutos.
Jandró sonrió y, amistosamente, le dio una patada en el trasero a su amigo.
-Dos pitillos han caído -comentó mientras caminaban bajo la luz de la farolas-. Si la palmo de cáncer de pulmón, puedes sentirte culpable.
[...]
Salieron del ultramarinos regentado por Xhu Ling ("el Chulín", para los amigos), con dos latas de cerveza formato yonqui. Es decir, de 500 mililitros cada una.
-¿Dónde vamos?
Decidieron darse una vuelta por el carril-bici, y de paso acercarse a ver las obras de "la ampliación de la red de Metro". De camino, Samuel se fijó en un hombre mayor que esperaba en el semáforo para cruzar la calle. En ese preciso instante, no llovía, pero el viento era intenso y el suelo resbaladizo. Samuel se quedó mirándolo hasta que el semáforo se puso en verde y el anciano, tambaleándose peligrosamente, prosiguió su camino.
Mientras caminaban sobre la roja alfombra de asfalto agrietado que era el carril-bici, Samuel se fijaba en cada tonalidad existente en aquella desapacible noche. Predominaba el gris, de la atmósfera, y el naranja, del cielo y las farolas.
Vieron pasar un autobús azul y bromearon al respecto. Los autobuses eran rojos, de toda la vida. Esa manía que tenía la E EME TE de renovarse cambiando de color no tenía ningún sentido. Un autobús azul era la cosa más fea del mundo. Encima, ahora los fabricaban sin cristalera en la parte posterior; un "atropello a la ciudadanía", según Jandro. Ahí fue cuando Samuel recordó la anécdota que, días atrás, le había referido una compañera de clase, sobre unos tíos que fumaban plata en la parte de atrás de un bule. A su amigo le gustó mucho el chascarrillo.
[...]
-Joder, estos chinos son la hostia -comentó Jandro, irónicamente-. En verano te dan las cervezas que parecen sopicaldo. (Echas unos fideos y te queda una sopa de puta madre). Y en invierno están tan frías que creo que se me han congelado los dedos y no voy a poder despegarlos de la lata.
Samuel se enjuagó la boca con birra y sonrió. Un par de minutos después llegaron su antiguo lugar de encuentro, donde hace años quedaba toda la panda. Un parque enorme que ahora estaba vallado y socavado a causa de las obras del Metro. Como de costumbre, despotricaron contra Esperancita, la bruja mayor del reino, y el pelele de Gallardón. Escupieron por encima la verja. Jandro miró al otro lado de la M-40 y vio esas horribles hormigoneras verticales, mitad rojas y mitad blancas.
-Bua, macho, ¿ves esos tubos de allí? Me recuerdan a esas movidas que se meten por el culo con afanes terapéuticos, ¿cómo se llaman?
-¿Consoladores? -aventuró Samuel.
-No, coño -dijo Jandro muerto de risa-. Que son así, como cápsulas... ¡Ah, supositorios!
Recogieron un par de propagandas del Ahorramás, que había en un buzón cercano. Las emplearon como aislante entre sus culos y la madera húmeda del banco donde se sentaron a terminarse la cerveza. En silencio, por primera vez desde que habían salido de casa, observaron su entorno. La realidad cotidiana de su barrio, todo lo que podía contemplarse desde allí. Farolas fundidas, gapos viscosos, pintadas en los muros, mierdas de perro, bolsas de plástico arrugadas, chicles mascados, el pavimento levantado e inundado por la gravilla, conos naranja-fosforito de las obras... Pese a que no lo comentaron entre sí, ambos estaban pensando en lo mismo: el pasado. En cómo los caminos de cada uno de sus compinches se habían ido separando con el paso de los años. La gente se hacía mayor. Había que madurar, ¿no?
Los asaltó una inmensa nostalgia. Y se puso a llover a lo bestia.
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